Desengancharon la locomotora del resto del convoy, y uno de los ferroviarios franceses subió a ella para orientarles hacia el taller, que estaba obviamente en la parte exterior, a unos trescientos metros de la estación. Había que revisar el sistema de frenos y ajustar los mandos, por la noche tendrían que regresar a San Sebastián y no querían que el tren se parara por el camino, en Irún, en el puente sobre el Bidasoa, o en medio del campo. Cierto era que la vía estaba fuertemente vigilada, pero no era descartable que algún fanático intentara cualquier cosa si averiguaba  que en el tren viajaba Franco, lo que podía imaginar fácilmente, bastaba contemplar el inusual despliegue de guardias civiles y de soldados. Y de cualquier cosa que pasara los conductores y los mecánicos serían los culpables. Mejor que los del taller de Hendaya le echaran una ojeada a la máquina, por si acaso.

La máquina entró despacio en el taller hasta pararse en el lugar que le señalaron los ferroviarios franceses. Antonio Arreza bajó de ella con algunos compañeros, en realidad no tenía que haber venido él precisamente con la locomotora, porque su función era el mantenimiento de los vagones, pero se alegraba de haberlo hecho porque en la estación estaban vigilados por soldados alemanes que no les dejaban solos ni para ir a los servicios. Era lógico, a ellos, a los nazis,  Franco les traía sin cuidado, pero tenían que proteger al Führer alemán, teniendo en cuenta por otra parte que estaban en un territorio conquistado, y como tal lleno de potenciales enemigos, de gente que les odiaba. Y ellos, los mecánicos, conductores, camareros, y demás personal del tren español eran también sospechosos, por más que fuera improbable que en el tren de Franco se hubieran colado elementos subversivos, aunque seguramente los alemanes, engreídos y soberbios, dudaban de la eficacia de la seguridad española. En el taller en cambio la vigilancia era escasa, sólo un par de aburridos soldados germanos que conversaban entre sí y que echaban poca cuenta a las actividades rutinarias de los obreros.

Antonio paseó arriba y abajo del taller mientras que unos trabajadores franceses subieron con herramientas a la locomotora y estuvieron haciendo reparaciones bajo la atenta mirada de los maquinistas y del mecánico jefe. Él en realidad tenía poco que hacer, lo habían seleccionado unos días antes para ir en un tren especial en el trayecto de Madrid a San Sebastián. En Alsasua dejaron la locomotora de vapor y les engancharon una eléctrica. Antes de salir de Madrid  comprobarían que en el tren viajaba Franco y algunos que formaban parte de su círculo de poder; después, en San Sebastián, cuando menos lo esperaban, les avisaron que aquella mañana tenían que llevar el tren hasta Hendaya. Pensó que no era algo rutinario, y aunque nadie le dijo que en ese tren iba a viajar de nuevo el mismo Franco y su séquito para una reunión de enorme importancia, él lo intuyó, aunque oficialmente se enteró poco después del mediodía. Tenían que estar a las tres y cuarto en Hendaya porque Franco debía entrevistarse con Hitler. ‘Este nos va a meter en la guerra’ fue lo primero que pensaron. Luego almorzaron de prisa, revisaron los vagones y la locomotora y cuando llegó Franco todo estaba en orden. Al Caudillo le acompañaban varias personas, empezando por el yernísimo, Serrano Suñer, y también por el general Moscardó, y varios ayudantes e intérpretes. Numerosos policías y guardias civiles se situaron en puntos estratégicos del convoy, e incluso de la locomotora. Él viajó en el primer vagón después de la máquina, junto con otros mecánicos, siempre pendientes de cualquier contingencia; también había varios policías. Pasaron lista varias veces para asegurarse que en el tren sólo iban los que debían ir. Uno de los policías le dijo al conductor que por orden del Caudillo debían llegar unos minutos después de la hora prevista, pero sólo unos pocos minutos –recalcó-, y les dijo en voz baja que si alguien tenía que esperar, ése era Hitler, pero sólo lo suficiente para que no se cabreara, al fin y al cabo era en aquel momento el dueño de Europa. Tenía doscientas divisiones que estaban aburridas y con ganas de meterle mano a cualquiera.

No se perdió un detalle del recibimiento de los alemanes y de los saludos protocolarios que intercambiaron Franco y el Führer. El Caudillo sonreía de oreja a oreja, algo que en él no era habitual, mientras le dirigía frases aduladoras al jefe nazi, que el intérprete iba desgranando puntualmente. Hitler no parecía el personaje impresionante de los noticiarios, sino que era un hombre no muy alto, con un bigote ridículo, a él le recordaba las películas de Charlot si no hubiera sido por el impresionante uniforme de Führer que llevaba. Tenían una mirada taladrante y se notaba que en aquellos momentos era el que partía el bacalao. Luego ambos pasaron revista a una compañía de soldados alemanes, todos muy iguales, rubios y seriecitos, con unos uniformes elegantes, en nada parecidos a los de los soldaditos españoles. Franco iba muy envarado, echado para atrás, procurando adoptar un aire mayestático, como dándose importancia. Se dirigieron al tren alemán que estaba en otra vía –una de las de ancho francés, porque al ser Hendaya como Irún estaciones fronterizas, a ellas llegaban trenes de un ancho y otro y en ellas se cambiaban las personas y las mercancías, ‘un atraso’ como decían muchos ferroviarios, que se lamentaban del error que cometieron los ingenieros y los políticos españoles un siglo antes.

Antonio Arreza le dijo al mecánico jefe que se iba a tomar un bocadillo en la cantina que estaba en uno de los extremos del taller. Se dirigió allí. Era un local destartalado y de limpieza dudosa (la derrota había hecho a Francia más sucia, evidentemente), aunque aceptablemente amplio porque se prolongaba fuera del taller. Echó una mirada distraída hacia las mesas en su mayor parte desiertas, y de pronto vio a un obrero francés cuyo rostro y su forma de moverse le resultaron como familiares. Lo estuvo observando un rato, sintiendo que el corazón le latía cada vez con más fuerza. El hombre que tomaba cerveza en una mesa del fondo de la cantina se parecía a su hermano Luís, al que no veía desde que comenzó la guerra de España, en 1936. Sabía por la Cruz Roja que Luís estaba en Francia, pero ignoraba el lugar y lo que hacía. Observó al hombre, ‘si no es mi hermano se le parece un montón’, y éste, en un momento dado le miró también, con expresión de incredulidad. Así estuvieron un rato, escrutándose, desnudándose con la vista. Antonio se fue acercando como hipnotizado a aquella persona y sólo acertó a balbucir el nombre de su hermano:

-¿Luís Arreza? ¿Eres tú?.

El hombre lo miraba intensamente y notó que las lágrimas le corrían por el rostro, no le hablaba, sólo lo miraba intensamente.

-¿Eres tú, hermano? – le preguntó de nuevo.

-Si, Antonio, pero no me abraces, podemos estar vigilados. Pide algo en el mostrador  y siéntate aquí, junto a mí, pero en la mesa de al lado – dijo su hermano tratando de contener su emoción y de disimular sus lágrimas.

Antonio, sintiendo que el corazón golpeaba con fuerza su pecho, pidió una cerveza y una tortilla y se sentó al lado de su hermano, que disimuladamente leía un periódico.

-Es  increíble, Antonio ¿qué haces aquí? .

-He venido de mecánico en el tren de Franco.

-Coño, qué cosas, que casualidad. ¿Y por casa?.

Antonio desgranó las noticias familiares como si estuviera escribiendo un telegrama, procurando no alzar la voz.

-Están bien, aunque papá tiene algunos problemas con la vista. La edad no perdona. No nadan en la abundancia. En España hay mucha hambre, todo está racionado.  María se casa pronto con un empleado de banca.

-Y tú ¿no te has casado?.

-No, para no tener no tengo ya ni novia, la guerra todo lo echó a rodar. Elena no me guardó las ausencias. Pero eso es lo de menos, ahora el problema en 1940 y supongo que en los años siguientes, es sobrevivir al hambre. El invierno va a ser terrible, casi todo está racionado.

Luís suspiró. Habían sido una familia unida, su padre era factor de ferrocarriles, y toda sus vidas siempre había girado alrededor de los trenes. Ellos dos –María era la mayor- se habían hecho mecánicos ferroviarios en una escuela de aprendices de la compañía MZA en Madrid. Y las casualidades, los azares, habían determinado que cuando comenzó la guerra ambos estuvieran trabajando en lugares diferentes: Luís en Madrid, Antonio en Sevilla. No habían cumplido los veintiún años, pero los movilizaron y uno combatió en el bando republicano y otro en el franquista. Sin embargo –lo que son las cosas- Luís simpatizaba antes de la guerra con los de Falange y Antonio con los socialistas, aunque no tenían una militancia efectiva, eran puras simpatías, que arrastraban como consecuencia de tener amistades diferentes. En alguna ocasión habían discutido, pero su padre siempre había impuesto su autoridad: en la familia no tenía sitio la política, ‘nadie –decía – nos va a dar nada gratis’.

Luís fue movilizado –obviamente a la fuerza- a comienzos de 1937, y tras el periodo de instrucción en un cuartel de Madrid fue incorporado a diferentes unidades por la zona de Aragón, a pesar de los intentos de su padre para que lo destinaran a ferrocarriles, como obrero militarizado. Pero no lo consiguió, su apoliticismo visceral no estaba bien visto en aquel momento y sus amistades lo abandonaron, muchas palabras de ánimo y muchas palmaditas en el hombro y luego nada. La parte peor de la guerra para Luís fue cuando formando parte de la 43 división republicana estuvo copado en el valle de Bielsa, y en abril de 1938 terminaron escapando a Francia. No quiso volver a la zona republicana, tampoco tuvo arrestos para incorporarse a los nacionalistas, lo llevarían a la cárcel y él no podría contactar con su familia para que lo defendieran y lo dejaran libre, tampoco sabía donde estaba su hermano Antonio, ni siquiera si vivía, y temía que lo hubieran denunciado y tal vez fusilado, por eso se puso a trabajar en Francia, en lo que le iba saliendo, hasta que lo contrataron en la SNCF, en los chemins de fer, como mecánico, que era en verdad de lo que entendía. Cuando terminó la guerra pensó regresar a España, dada sus simpatías con los falangistas, pero ni había estado nunca afiliado ni sabía qué gente le podía avalar, porque muchos de sus amigos habían muerto en aquellos años, unos en el frente y otros en la retaguardia. Él era a todos los efectos un rojo, que había combatido en las filas republicanas, y por lo tanto sospechoso, no podía demostrar algo –la simpatía por los franquistas- que sólo era un sentimiento interior, no conocido fuera del ámbito de sus familiares. Todo eso le había disuadido de volver, aunque vivía a disgusto y su fe en el fascismo se iba derrumbando viendo la evolución de los acontecimientos.

A Antonio le pilló la guerra en Sevilla por muy poco. El día anterior a la sublevación había llegado con un tren de mercancías que tendría que retornar dos o tres días después. Se había quedado en una pensión barata cerca de la estación llamada de Córdoba. Y allí le sorprendió el follón. Temiendo por su vida –aunque allí nadie lo conocía, pero los obreros ferroviarios tenían fama bien ganada de izquierdistas- se presentó en la estación y habló con un comandante, que le cogió simpatía, le dijo que tenía amigos en la Falange madrileña –en realidad el que los tenía era Luís, pero él conocía también a varios de ellos-  y que era un buen mecánico, y que le gustaría incorporarse al batallón de ferrocarriles o trabajar como mecánico militarizado. El caso es que la represión pasó sobre  él sin tocarlo, y durante toda la guerra estuvo adscrito a los trenes. Pronto destacó por sus conocimientos mecánicos –incluso había comenzado a estudiar perito industrial en 1934, compatibilizándolo con su trabajo. Durante algunos meses fue uno de los mecánicos del tren que Franco utilizaba para trasladarse a los frentes, en el cual en muchas ocasiones establecía allí su cuartel general. Conoció a muchos militares de relumbrón, Valera, Moscardó, Yagüe, García Valiño, hasta el mismísimo Millán Astray, en realidad lo que quedaba de él. Fue unos de los primeros ferroviarios que entró en tren en Madrid, y apenas bajarse corrió a su casa para abrazar a sus padres y hermanos, y allí supo que Luís estaba refugiado en Francia y no se atrevía a volver. Paradojas del destino: todo debía haber ocurrido al revés, a él le hubiera gustado conducir trenes republicanos y luchar contra los fascistas, y su hermano hubiera podido llegar lejos con los falangistas. Trazó planes para huir a Francia, pero había cosas que le retenían, la principal de ellas eran sus padres, que no hubieran resistido verse privados de la compañía de sus dos hijos varones. Luego, el comienzo de la nueva guerra europea le hizo renunciar a sus proyectos. Siempre pensaba en los vaivenes del destino, en lo imprevisible de las cosas, en lo absurdo de las situaciones, en la sinrazón de la política y por supuesto de las guerras.

-Yo estoy destinado en los talleres de Burdeos –dijo Luís-, pero hace unos días nos han traído acá porque iba a ocurrir algo, y ese algo ha sido la venida de Hitler y de Franco, ya mismo España está metida en esta guerra.

-No lo creo así. Franco se las da de fascista, pero nadie conoce sus sentimientos íntimos –suponiendo que los tenga, claro- y en realidad no se fía de nadie, procura estar al margen de los distintos grupos, los falangistas, los monárquicos alfonsinos, los carlistas y demás. Él está por encima de ellos. Sólo le interesa su poder personal, durante la guerra lo he visto muchas veces. Es básicamente un militar autoritario, frío e impasible, aunque aquí con Hitler ha perdido un poco el culo, todo hay que decirlo. Yo he venido en el tren, que salió de Madrid anteayer por la mañana, y según he tenido ocasión de oír a unos y a otros, porque he estado arreglando averías por todos los vagones ya que el tren está hecho una ruina, Franco ha dicho que tenía que torear a Hitler, lo comparaba con un miura peligroso. Además, España está harta de guerra, hay hambre y el espíritu de combate está por los suelos y las cárceles llenas a rebosar. No, Franco no entrará en la guerra, no podría defender las islas ni las colonias de África, y los ingleses le boicotearían. Gran Bretaña tiene muchos intereses económicos en España y le presionarán para que se mantenga al margen. El famoso Comité de No Intervención fue un invento inglés para favorecer a los nacionales y perjudicar a la República. Franco le dirá muchas palabras al Führer, le ofrecerá su ayuda, le dará minerales, pero a cambio pedirá cosas que éste no podrá concederle. He llegado a leer el libro de Hitler, y éste lo que dice allí es la ocupación por los alemanes de las zonas del Este de Europa, no dice nada del Sur. Hay además un factor secundario, pero importante: el ancho de vía. Si los alemanes quieren transportar artillería, tanques y soldados para conquistar Gibraltar, sólo podrán llegar en sus trenes hasta aquí o hasta Irún, y luego tendrán que trasbordarlo todo a los trenes españoles, que con la guerra civil están para el arrastre, igual que las vías, que no pueden aguantar mucho peso. Parece una tontería pero, según le he escuchado a un militar, es una cuestión de gran importancia logística, como ellos dicen.

Hubo un largo silencio. Ambos pensaban lo mismo: todo es un puro azar. Y ese azar los había reunido en el centro de un acontecimiento en el que existía un claro peligro por la cantidad de mandamases de uno y otro país que se habían citado en aquella población de por sí tranquila. Por ora parte, los dos se veían mutuamente más maduros, más curtidos, habían perdido un poco sus rasgos juveniles, en parte por las penalidades que habían pasado.

-Me gustaría irme en vuestro tren a España, dejar la Francia ocupada ¿podrías hacerme un hueco en cualquier sitio? – dijo de pronto Luís

La pregunta de su hermano no le sorprendió. Lo conocía bien, era muy hogareño y sabía que la situación en Francia se había vuelto delicada. Pero era algo que implicaba un peligro terrible para ambos tal como estaban las cosas.

-Es difícil, Luís. La policía tiene una lista de todos los que viajamos en ese tren, y cada dos por tres nos piden las acreditaciones –menos a Franco y a los peces gordos, supongo. Te detectarían y te enviarían a prisión, y con tu historial de combatiente republicano quizás te fusilarían. Más fácil sería que cruzaras el Pirineo o que procuraras pasar en un tren de mercancías, un día cualquiera, cuando haya menos vigilancia, y esconderte en casa si es que consigues llegar.

Luís sentía una congoja interior. Ya llevaba mucho tiempo en Francia, y la visión de su hermano le había hecho revivir un sinfín de recuerdos de su gente, de sus amigos –muchos desaparecidos-, de los lugares por donde siempre se había movido. Las lágrimas, sin querer, afloraron de nuevo a sus ojos, algo que conmovió a Antonio. Aunque la situación económica de la familia no era boyante, su hermano tenía al menos el calor de sus padres. Antonio era más aventurero, incluso no le hubiera importado alistarse en el ejército francés para combatir a los nazis. Desgraciadamente el ejército galo ya no existía, sólo algunos paisanos resistentes, inconformistas, que molestaban a los alemanes procurando por el momento no llegar muy lejos, sabiendo como éstos se las gastaban.

-Todos los días me acuerdo de nuestra madre –dijo Luís. Es a la persona que más he echado de menos.

-Y yo creo que ella a ti. Siempre se sienta, incluso para comer, en una silla mirando a la puerta de entrada, me dice que no eche el cerrojo, ‘cualquier día aparece Luís, me lo dice el corazón’. Yo no quiero hacerle perder la esperanza, quiero que viva pensando en ese momento.

-Ese momento tardará, y quizás no llegue nunca. Franco y Hitler durarán mucho tiempo. Ya no hay apenas países democráticos en Europa. El fascismo se va extendiendo imparablemente, las democracias están en decadencia.

Antonio continuó pensando, mientras oía a su hermano, en la forma de pasar a éste a España con el menor riesgo posible, pero todos los caminos los veía dificultosos. Su hermano menor –año y pico tan sólo- era poco decidido. La posibilidad de contarle a alguien del séquito de Franco que había topado con su hermano le parecía imposible ¿cómo se iba dirigir él, un simple mecánico, a un general o a un ministro?. No lo dejarían siquiera acercarse, y menos en aquel momento, en el que se estaba decidiendo el destino de España. Tampoco podía disfrazarlo de mecánico o de fogonero: los guardias civiles tenían la relación de los que iban y sería detectado enseguida.  No, por ahí no había nada que hacer. Pero tenía que idear algo, aunque fuera sólo por sus padres. Y de pronto le vino la idea ¿y si se cambiaba por Luís?. De hecho, aunque no fueran gemelos se parecían mucho, antes de la guerra bastante gente fuera de su familia les confundían, hasta en la misma escuela de aprendices ferroviarios. Podían intentar cambiarse, pero entonces el exiliado era él. Bueno ¿y qué?. Se consideraba lo bastante decidido como para poder regresar a España en un tiempo prudencial, a pie o en tren.

-¿En que piensas? – le preguntó Luís.

-En que tengo la solución para que vuelvas.

Y en pocas palabras le comentó a su hermano el plan que se le había ocurrido. Este lo escuchó atónito y comenzó a ponerle pegas, algo que Antonio ya esperaba.

-Es muy difícil que salga bien, tus compañeros se darán cuenta. No somos iguales.

-Nos parecemos, Luís, y tenemos el mismo oficio. Es cuestión de intercambiarnos la ropa y la documentación. No es fácil que los guardias se den cuenta. Yo hablaría con el mecánico jefe, Ballestero, que es disimuladamente de izquierdas, y nos ayudará.

-No sé, no sé, es un riesgo en el que podemos terminar en el paredón. Además, tú no sabes francés.

-Algo sé, lo he estudiado durante la guerra y después, porque tenía pensado huir a Francia. Claro, me falta práctica, pero eso se cura con el tiempo.

Luís se puso a darle vueltas al asunto. La idea de Antonio no era descabellada, pero su hermano se iba a sacrificar, al menos de momento. Y un riesgo cierto se iba a cernir sobre los dos. Egoístamente llegó a la conclusión de que era algo tentador. Consideró que tenía que hablar con Guiochon, el jefe de la cuadrilla que se había desplazado desde Burdeos, y que era comunista (en secreto, claro estaba) y que en las semanas anteriores les había estado hablando para formar células de resistencia, boicoteando las comunicaciones ferroviarias, el problema eran las represalias, algo que Guiochon consideraba inevitable, pero según su lógica dichas represalias aumentarían el descontento contra el invasor alemán. Si, –se dijo Luís- tendré que hablar con Guiochon, es la única salida. Y así se lo dijo a Antonio.

-Bueno –dijo Luís- vamos a tratar el asunto con mi jefe, con Guiochon. No temas, es de confianza.

Salieron de la cantina y se sumergieron en el ruido del taller. Guiochon no estaba en aquel momento. Decidieron esperarle. Por fin apareció y nada más entrar se dirigió a Luís:

-La reunión de los jefazos ya ha terminado, luego tienen una cena. Pero creo que no han llegado a ningún acuerdo. Franco ha salido con cara de estatua, y yo he escuchado a un alemán decirle a otro que Hitler está muy enfadado y que le ha comentado a no se quien que ‘con esta gente no hay nada que hacer’. Oye, por cierto ¿éste es familiar tuyo?. Lo digo por el parecido.

-Es mi hermano Antonio. No nos veíamos desde 1936. Es uno de los mecánicos del tren de Franco. Por cierto, queremos pedir tu consejo y tu ayuda.

Y Luís le contó al encargado de su cuadrilla todo lo que a Antonio se le había ocurrido para intercambiarse. Guiochon se asustó un poco, lo que era lógico, porque estaban rodeados de guardias alemanes y españoles, pero Luís le dijo que su hermano era antifascista de corazón y que quería combatir contra los nazis, y que además era un buen mecánico.

-Bueno –les dijo, tras un rato de duda- cambiaros de ropa, a ver si podéis pasar uno por otro.

El cambio lo hicieron en el servicio en pocos minutos. Guiochon, al verlos, dio su visto bueno.

-Podéis disimular perfectamente. Con la documentación no debe haber pegas. Ahora es conveniente que os transmitáis la información básica. Iros a la habitación que me han cedido los compañeros de aquí.

Y así, durante más de una hora, se fueron dando datos mutuos de sus vidas cotidianas, los pequeños detalles, los nombres de los amigos, de los jefes, la rutina del trabajo. Luís le dejó a su hermano la llave del apartamento de Burdeos donde vivía –una buhardilla calurosa en verano y fría en invierno-, en la rue Lafontaine, no lejos de la estación de Saint Jean. Le recomendó los sitios donde comprar, los bares que él frecuentaba y que Antonio debía evitar en la medida de lo posible. Luego, una vez pasados los primeros días, la rutina haría que se acostumbraran a sus nuevas situaciones.

-Ahora están cenando –les dijo Guiochon cuando los vio de nuevo. Vuestra máquina –le dijo a Luís- va a salir. Ya está revisada. Por lo menos llegaréis a San Sebastián. Es una cafetera, no una locomotora.  Cualquier día explota.

Y empezaron a ejercer sus nuevos papeles. Antonio se escondió siguiendo las indicaciones de Guiochon, y Luís subió a la locomotora española con el corazón latiéndole con fuerza. Prefirieron no comentarle nada a Ballestero, el encargado de la cuadrilla, porque Antonio no sabía como iba a reaccionar. Fueron a enganchar en el tren de Franco; él hizo las operaciones rutinariamente, callado, porque temía que el timbre de la voz le delatara. Luego, el que debía ser el mecánico jefe le dijo a él y a otro –un gallego que se llamaba Oubiña- que revisaran la calefacción de los vagones, cosa que ambos hicieron con presteza. El tal Oubiña le observaba a veces en silencio.

-¿Has tomado alguna copa en la cantina, Toniño?.

-Algunas han caído ¿porqué lo dices?.

-Carallo, neno, porque te veo un poco torpe, como si fueras nuevo en el tren. A ver si se te pasa pronto, no vayamos a tener algún disgusto con los guardias.

La cena oficial había terminado sobre las diez, y ahora se habían reanudado las conversaciones entre Hitler, Ribbentrop, Franco y Serrano. Al personal del tren le repartieron un rancho en frío, chusco y lata de sardinas incluidos, y un poco de foie-gras francés. Después de la medianoche terminó la reunión, los jerifaltes se despidieron y el tren español, con una sacudida brusca, se puso en marcha. Oubiña le contó luego a Luís que Franco, que estaba saludando muy firme en el estribo del vagón, estuvo a punto de caer, pero que el general Moscardó le sujetó. “Pues menudo ridículo hubiéramos hecho, Franco rodando por el andén delante de los alemanes, hubiera sido la rechifla de éstos, al maquinista le habrían montado un consejo de guerra, como me lo montarán a mi en cuanto se descubra el pastel”, se dijo Luís. El tren pasó por Irún y ya no se detuvo hasta llegar a San Sebastián. Eran las tres de la madrugada cuando Luís, siguiendo en silencio a sus compañeros, se dirigió hasta el albergue de los ferroviarios –tenía la llave del candado de la taquilla 32 que le había dejado Antonio, y se acostó en la litera que le correspondía y apenas pudo dormir en toda la noche, temiendo que llegara la luz del nuevo día, 24 de octubre. Afortunadamente los trabajadores de ese tren habían sido seleccionados por motivos de competencia profesional y apenas se conocían entre sí. Todo le parecía inaudito: haber intercambiado sus personalidades externas y aparentes en las mismas narices de Hitler y de Franco. Tenía ganas de ver a sus padres, pero la felicidad no sería completa porque Antonio, el intrépido, el generoso, el desprendido, quedaba en Francia con un futuro incierto. Él estaba deseando regresar a Madrid y abrazar a sus padres, hacía cuatro años que no los veía, aunque ahora la preocupación que habían tenido con él la cambiarían por Antonio. Pero confiaba en su hermano y pensaba que se daría trazas para retornar.

Antonio, por su parte, durmió poco también aquella noche en el local habilitado para dormitorio de los trabajadores, bajo la protección de Guiochon. Estaba claro que le debía un gran favor a ese hombre y no quería defraudarle. Se pondría a sus órdenes y entraría en un grupo de resistentes. Pero no iba a ser tarea fácil, tendría que acostumbrarse a llevar una doble vida, de trabajador y de combatiente clandestino. La derrota –lejana- de Alemania le abriría las puertas de España, entonces sería su momento de regresar. Pero los avatares del destino son caprichosos y posiblemente las cosas se fuera complicando sin que él pudiera hacer otra cosa que luchar y esperar.

Estaba ya amaneciendo cuando ambos hermanos, a ambos lados de la frontera, se quedaron dormidos.

_______________

El destino es difícil de predecir, es algo inasible. Al poco de regresar a Burdeos la Gestapo detuvo a Antonio creyendo que era Luís –lo hubieran detenido de todas formas, porque era un español refugiado, y supuestamente peligroso- y tras rodar varios meses por prisiones francesas fue enviado al campo de concentración de Mauthausen, donde se encontró con muchos españoles que estaban en su misma situación. El campo era un infierno, con trabajo duro y comida insuficiente; los vigilantes alemanes mataban a los prisioneros cuando les apetecía. Antonio tuvo que hacer esfuerzos inauditos para poder seguir adelante, en parte gracias a otros compatriotas. Pero llegó un momento en que sus fuerzas se agotaron, aunque nunca se arrepintió de haber salvado a su hermano Luís, que era de poco espíritu. Allí, en Mauthausen, víctima de la desnutrición y los malos tratos murió un día indeterminado a comienzos de 1944. Su nombre oficial figuró desde la liberación en la lista de los exterminados por los nazis.

Luís, bajo la identidad de Antonio, volvió a Madrid, donde pudo disfrutar varios años de sus padres, que tuvieron que acostumbrarse a llamarlo con el nombre de su hermano. Contrajo matrimonio también con ese nombre, creó una familia numerosa y se entristeció cuando en 1945 recibieron la noticia del desdichado fin de su hermano que tan altruistamente se había portado con él. En su subconsciente Luís llevó siempre en su interior un fuerte remordimiento por no haber sido más fuerte y haber rechazado el plan de Antonio, aunque él no podía imaginar como iban a rodar las cosas. Y en una ocasión visitó Mauthausen para contemplar el lager donde su hermano había sido inmolado, algo que debía haberle ocurrido a él, que además era el que oficialmente había muerto en aquel  lugar, según decían todos los documentos.

(Del libro de relatos inéditos «El poder y la mierda»)

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