Madame Gerard llevaba cerca de dos años al frente de aquel Hogar infantil creado para albergar niños judíos que habían sido separados de sus padres cuando éstos fueron deportados, a la fuerza, para trabajar en el Este de Europa, al parecer en Polonia y Checoeslovaquia. Inicialmente pensaron en trasladar también a los chicos pero las autoridades francesas de entonces –cuando existía la zona de Vichy- se opusieron y los alemanes, de mala gana, autorizaron el establecimiento de varios hogares para albergar a los niños, con la condición de que todo el personal a cargo directamente de ellos fuera también judío.
Aquel Hogar de Toulouse estaba instalado en un caserón grande y destartalado, y aunque se hizo para albergar trescientos chavales se hallaban allí recogidos unos ochocientos. Durante el último año había habido tantas deportaciones de padres judíos que no cesaban de llegar nuevos refugiados, con edades de entre dos y once años. Muchos de aquellos niños habían sido encontrados vagando por las calles y por las afueras, y aunque algunos fueron acogidos en casas particulares, la pena de muerte que implicaba dar refugio a un judío había acostumbrado a muchos habitantes de la ciudad a desentenderse del problema, a mirar hacia otro lado. Todos temían por su vida y la de su familia. No se les podía recriminar nada. Algún día terminaría la guerra y entonces todo aquello sería como un mal sueño. Hacía poco tiempo que los alemanes habían sido derrotados en Stalingrado, algo que el personal del Hogar celebró en silencio, pero eran conscientes de que aún quedaba mucho para que los nazis fueran expulsados de Francia.
Madame Gerard tenía casi sesenta años y era muy conocida en la ciudad. Los niños se llevaban gran parte del día haciendo actividades, además de aprender a leer y escribir. Representaban obras ingenuas de teatro, cantaban canciones populares francesas, se disfrazaban y en general lo pasaban bien. Al menos se olvidaban de su abandono y desvalimiento.
La directora había conseguido bastante ayuda del alcalde, que si leche, que si patatas, que si arroz, y también algo de carbón para guisar y calentar agua para bañar a los niños y para evitar que las tuberías se helaran. A veces las monjas de un convento le hacían llegar pan y mantequilla, seguramente sacados de sus propias raciones. El invierno se alargaba. Era la época peor, porque cuando llegaba el calor había más comida, especialmente fruta, y el combustible era menos necesario.
Como todas las noches, Madame Gerard recorrió todos y cada uno de los dormitorios en los que se estaban acostando los niños, todos bien abrigados para combatir el frío helador que se colaba desde la calle. Una de sus principales precauciones era que no faltaran mantas, las que no siempre eran fáciles de encontrar. Había conseguido bastantes de los desechos del Ejército francés – que había dejado de existir hacía tiempo y cuyos cuarteles utilizaban ahora las tropas alemanas. Para ello había tenido que soportar insultos y desprecios de los soldados, pero al final consiguió su propósito.
Lo peor era que tenía que hacer malabarismos para estirar la comida y para repartirla equitativamente. De todas formas, desde un tiempo a esta parte procuraba pasar lo más inadvertida posible. Un par de meses antes había estado hablando con un sacerdote católico –el padre Tremillon- que se pasó por allí para llevarles un paquete con latas de conserva que había sacado de Dios sabía donde, y el hombre –lo conocía desde sus tiempos escolares, aunque luego lo perdió de vista unos años porque se fue de misionero a algún lugar del golfo de Guinea- le contó cosas horribles en las que ella prefería no pensar pero que inevitablemente inundaban su mente. Al parecer, los alemanes estaban llevando a cabo una matanza sistemática de judíos en los países conquistados. Con engaños los conducían en trenes hasta unos lugares desconocidos en Polonia o incluso en Austria, le dijo los nombres, Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Maidanek, Mauthausen y otros que no recordaba. Los jóvenes eran obligados a trabajar en condiciones infrahumanas, y los mayores, los niños y las embarazadas eran asfixiados con gas y luego sus cuerpos los llevaban a hornos crematorios para incinerarlos
También eran tratados de la misma manera los gitanos, los enemigos políticos y los soldados rusos. El padre Tremillon conocía aquellos hechos terribles por algún fugado que había conseguido llegar a Suiza y diversos amigos suyos se lo habían contado. Muchos judíos franceses, seguramente casi todos los padres de aquellos niños que ella cuidaba habrían corrido la misma suerte. En Europa había gente que conocía todo aquello, policías, militares, ferroviarios y así, pero nadie decía nada por miedo y prefería mirar para otro lado. “Ese camino –decía Tremillon- lo ha abierto el odio que han sembrado los nazis, pero lo está asfaltando la indiferencia de la gente”. Ella tenía miedo por los niños, por aquellos ochocientos pequeños que estaban a su cargo. Alguien podía dar la orden de eliminarlos, porque no servían para trabajar. Ya los nazis habían asesinado a muchos trastornados mentales, paralíticos, o con enfermedades incurables, que estaban en manicomios, clínicas y hospitales de la misma Alemania, y sólo pararon cuando los obispos y clérigos evangelistas y católicos elevaron sus protestas a las autoridades. Pero por los judíos nadie había dicho nada, al menos que ella supiera.
El teniente de las SS Karl Bloedt estaba terminando de cenar en compañía de algunos subordinados en el comedor del edificio –un antiguo hotel- que ocupaban sus hombres en el centro de Toulouse. Aquel era un destino tranquilo, al cual llegaban muy amortiguados los ecos de la guerra. No tenían problemas con los alimentos –a costa de los campesinos franceses- y la intendencia los obsequiaba a veces con algunos lujos. Llevaba más de seis meses destinado en aquel lugar, al que consiguió trasladarse después de estar casi un año en el frente ruso, una experiencia que prefería olvidar. Las noticias del desastre de Stalingrado le habían preocupado. En aquellos momentos –febrero de 1943- comenzaba a sentir ciertas dudas sobre el desenlace final de la guerra, dudas que no compartía con nadie, porque el derrotismo estaba severamente castigado.
En un instante determinado le avisaron de que tenía una llamada del comandante Eberbach, de la central de París. Le extrañó que le llamaran a esas horas y tan de sopetón. Indudablemente serían malas noticias. No creía haber dado motivos para que le trasladaran, pero nunca se puede estar seguro de los prontos y malhumores de los jefes.
-A sus órdenes, mi comandante. Soy el teniente Bloedt.
-Bloedt, siento que le voy a dar bastante trabajo para esta noche. Escuche con atención: hoy, no sé a que hora, ha salido un tren de Burdeos con deportados judíos. El tren se dirige a Toulouse vía Montauban. Pero resulta que lleva bastantes vagones vacíos. Los mandos exigen que se complete con otros contingentes de judíos, no importa la edad ni su estado de salud. Es un despilfarro en los tiempos que corren enviar al Este un tren medio vacío. Así que busque y rebusque por Toulouse y alrededores a todos los judíos que pueda encontrar. El tren debe llegar antes de las siete de la mañana, con lo que la operación tiene que comenzar ya.
-Mi comandante, en las redadas que se hicieron el año pasado se detuvo a todos los que habitaban por aquí. Tenemos algunos detenidos posteriormente, pero no llegan a veinte.
-No me vale, Bloedt. Registre toda la ciudad, todos los caseríos, y si no hay bastantes meta a los comunistas y socialistas que encuentre.
Cuando terminó de escuchar las órdenes perentorias de su superior, el teniente reunió a una parte de los hombres y les expuso la difícil papeleta que les había caído. Hubo cuchicheos. Muchos opinaban que no era una tarea fácil.
De pronto un sargento le dio una solución:
-Mi teniente, pienso que podríamos cargar el tren con los niños y el personal que viven en el Hogar de madame Gerard, son varios cientos.
Hubo comentarios diversos, algunos de sus hombres pensaba que era una barbaridad con el frío helador sacar a los niños de la cama y meterlos en vagones de ganado. Algún fanatizado dijo que eran niños, pero niños judíos, y que con ellos no había que tener más miramientos que con sus padres deportados.
El teniente, tras reflexionar un rato, terminó aceptando la idea a regañadientes, y envió a cuatro de sus hombres a la jefatura de la policía francesa para buscar los ficheros donde constaban los niños y los cuidadores que estaban en la residencia. Volvieron al rato con unos papeles y comprobaron que había novecientos siete judíos, de los que unos ochocientos setenta eran menores de edad, algunos de menos de dos años.
-Bien –dijo el teniente- ya tenemos la mercancía. Son casi las doce de la noche. Tenemos que organizarlo todo para que suban al tren hacia las siete de la mañana, lo que quiere decir que deben llegar a la estación entre las seis y seis y media. Pero de la operación debe encargarse la policía francesa: aquí estamos todos involucrados.
Le ordenó al sargento Spiss que llamara al jefe de dicha policía para que sin excusas se presentara ante él. La llamada surtió efectos inmediatos, porque antes de quince minutos llegó sofocado un orondo capitán que procuraba disimular su zozobra.
-A sus órdenes –dijo el capitán Billier,. mientras hacía con poca soltura el saludo brazo en alto. El tal Billier era de mediana estatura y algo grueso, lo que hacía que su aire marcial fuera escaso
-Siéntese –dijo Bloedt, y escuche atentamente.
Y mezclando palabras y frases en francés y en alemán, el teniente le expuso lo que tenían que hacer: desalojar a los niños judíos del Hogar y conducirlos, con sus escasas pertenencias, a la estación Matabiau para coger un tren que iba a pasar antes de las siete de la mañana.
-¿Van a deportar a los niños? – preguntó turbado el capitán, llamado Billier.
-No, ni mucho menos. Los vamos a llevar a las colonias infantiles del Tirol, que son mejores que el Hogar. En dicho Hogar se va a habilitar una clínica para soldados convalecientes.
Billier se sintió algo aliviado, pero no quiso hacerse ilusiones. Él no era antisemita, pensaba que los judíos franceses eran tan franceses como los demás ciudadanos. Obviamente no les dijo nada a aquellas gentes de sus ideas. Pero no era tonto, y se dio cuenta de que dada la hora del traslado, en la que la población estaba durmiendo en sus casas y las calles desiertas, aquellos niños no iban a ir a vivir en colonias infantiles de los Alpes, sino que su destino sería tan siniestro como el de sus padres meses antes. En la comisaría se sabían muchas cosas que se contaban en voz baja.
-Entiendo, mi teniente. Pero creo que la hora para que salgan los niños es muy mala, con este frío. Además, se lo debo de comunicar al alcalde.
Una oleada de calor hizo enrojecer al pálido rostro del teniente, que a pesar de sus esfuerzos no consiguió controlar sus modales.
-No tiene que avisar a nadie. He recibido orden de llevar a cabo este trabajo esta madrugada. No quiero problemas ni interferencias. Caso de que algo salga mal usted y yo seremos los responsables. Amigo Billier, usted sólo tiene que obedecerme a mí. El alcalde es una figura decorativa. Por cierto, me sorprende su apreciable obesidad, estando los alimentos racionados. Usted debe tener relaciones con el mercado negro. Cualquier metedura de pata hará que pongamos en marcha una investigación sobre sus actividades en este campo.
Billier notó el tono amenazante del alemán. Y por otra parte él sabía que en ese tema no tenía la conciencia muy tranquila. Había mucha hambre y el mercado negro era a veces la única salida. En ocasiones había extorsionado a algunos de aquellos traficantes de comida para su propio beneficio.
-Le aseguro que yo…
-No me asegure nada, Billier. Usted obedezca y no será molestado. Se trata de llevar a los niños a un lugar más saludable; algunos están enfermos y el clima de los Alpes es muy sano. Yo no he elegido la hora del tren, el tráfico ferroviario está muy condicionado por la guerra.
Luego Bloedt le dio una serie de instrucciones precisas. Los niños serían recogidos entre las cinco y media y las seis en vehículos militares. Ya había hablado con el acuartelamiento de la Whermacht y se los iban a enviar. Previamente los chavales debían tomar una comida caliente, y los cuidadores debían llevar toda la comida que tuvieran disponible y las mantas.
El capitán de la policía francesa, acompañado del sargento Spiss se marchó durante una hora para buscar furgonetas y camiones y seleccionar en la comisaría a los hombres que necesitaran. Luego regresó, tal como le había dicho el teniente. Subieron a algunos vehículos alemanes y franceses y se dirigieron al Hogar, situado en las afueras. Los policías franceses fueron a despertar al personal de aquel centro asistencial judío.
Cuando la policía francesa irrumpió en el Hogar judío pasaban ya de las doce y media de la noche. Madame Gerard estaba en su despacho, muy próximo a la conserjería. En el mismo despacho tenía un sofá cama donde dormía habitualmente, siempre pendiente de las llamadas de teléfono o de alguien que llegara a horas intempestivas a la puerta de la calle. Ya había ocurrido en alguna ocasión que alguna persona se presentara de madrugada con uno o más niños judíos para ocultarlos en aquella residencia. La parte más valiosa de aquella habitación eran tres archivadores metálicos bastante desgastados por el uso donde estaban las fichas de todos los niños, sus nombres, fechas reales o aproximadas de nacimiento, nombres de los padres si se sabían y fotografías de los pequeños, por lo general de cuando ingresaron, aunque a los que llevaban más tiempo se las habían repetido porque las facciones en esas edades cambian mucho. Pensaba que si se salvaban –algo de lo que no estaba nada segura-, al término de la guerra las fichas serían fundamentales para devolver los niños a sus familias o ingresarlos en orfelinatos adecuados.
Madame Gerard se sobresaltó cuando sintió que tres automóviles paraban delante del Hogar. Por la ventana, y a pesar de la oscuridad de la noche, pudo ver que dos eran de la policía francesa y un tercero era alemán, seguramente de las SS. Enseguida oyó golpes en el portón de entrada y voces que decían en francés ¡abran! ¡abran!. Nerviosa se dirigió a la puerta, abrió media hoja de la misma y se encontró de frente con un oficial de la policía francesa. El hombre procuró ser amable, pero se le notaba un rictus de preocupación en el rostro.
-¿Es usted la directora? ¿Madame Gerad?.
-Si, pase, señor oficial. Fuera hace mucho frío.
El oficial entró, seguido de dos subordinados suyos, y Madame Gerard les invitó a sentarse en unas sillas en su despacho.
-Madame, las autoridades alemanas han dispuesto que los niños y ustedes, sus cuidadores, se marchen enseguida a unos albergues infantiles en los Alpes, en el Tirol. Este edificio lo van a confiscar para soldados alemanes convalecientes.
-¿Y cuando es el traslado?.
-Esta madrugada, al amanecer tienen que tomar el tren. A la estación se les transportará a todos en vehículos militares. Deben llevarse la documentación, mantas, los alimentos que tengan para el viaje, agua, medicinas y demás, incluyendo toda la ropa de los niños. Es importante la documentación. Pienso que deberían suministrarles a los niños antes de partir un desayuno caliente para entonarles el cuerpo y que vayan más despabilados.
-Pero esa hora es una locura, con el frío que hace.
-Ya lo sé, madame, pero los alemanes son así. Piensan una cosa y hay que llevarla a cabo enseguida.
Madame Gerard trató de sobreponerse. ¿Y si era cierto y a los niños los llevaban a las montañas donde el clima era más saludable?. Pero era demasiado bonito para ser verdad. Por otra parte, el traslado durante la madrugada hasta la estación evitaría que la población de Toulouse viera la posible deportación de aquellos niños infelices y se originaran tumultos.
-Bien, señor oficial. Todo se hará como usted ha dicho.
-Los niños saldrán a las seis, antes de que amanezca. El tren llegará a las siete menos cuarto y partirá en cuanto todos ustedes hayan subido.
-Quiero preguntarle una cosa, ¿Sabe usted que se oculta detrás de ese viaje a los Alpes? ¿Qué les espera a los niños?. Ellos son los que me preocupan – le dijo confidencialmente al capitán cuando ya salían.
-No lo sé, Madame. Es decir, sé lo mismo que usted. Le he repetido lo que me han dicho los alemanes. No creo que vayan a ser tan perversos como para matar a los niños o llevarlos a algún inhóspito campo de concentración. Pero los boches son capaces de todo. Yo estoy también preocupado. Rece usted a su Dios que yo rezaré al mío.
Madame Gerard notó que el oficial estaba a punto de llorar y que hacía esfuerzos por alejar las lágrimas y no deprimirla más. Luego el capitán Billier se despidió hasta dentro de un rato, mientras tres policías se apostaban en la entrada. Billier se acercó al coche donde estaba el teniente Bloedt, aterido de frío, y le dijo que todo estaba solucionado. No había problemas, aunque el personal que cuidaba a los niños estaba preocupado, y especialmente sorprendidos por la hora.
-Yo no me puedo plantear eso –dijo el teniente. Mis superiores me han dado una orden y tengo que cumplirla.
La dificultosa operación de despertar a los niños, vestirlos, darles el desayuno, recoger sus equipajes y un importante número de mantas y preparar cuidadosamente los archivadores atándolos con cuerdas se realizó en el tiempo previsto. También a la hora fijada, las seis, llegaron varios autobuses y camiones militares alemanes. Los niños, en parejas y cogidos de la mano, fueron contados y acomodados en los vehículos que se pusieron en marcha, uno detrás de otro, en dirección a la estación. Hacia frío y se había formado una niebla densa que apenas permitía ver los detalles de los edificios y las siluetas de la escasa gente que a esa hora se dirigía a sus trabajos. Unos vehículos militares alemanes abrían y cerraban la comitiva, y algunos soldados en motocicletas flanqueaban el convoy. Madame Gerard pensó que eran muchas precauciones para vigilar unos vehículos que sólo llevaban niños y un puñado de adultos que nunca abandonarían a los pequeños que tenían a su cargo. Aquello no auguraba nada bueno, no era obviamente un viaje de vacaciones a las montañas austriacas como habían asegurado los alemanes.
Al llegar a la estación, que estaba casi a oscuras, bajaron de los vehículos y se agolparon en el vestíbulo, pero los soldados alemanes los empujaron a todos fuera, al andén. Algunos niños lloraban, otros llamaban a sus madres, tenían frío y sueño y Madame Gerard iba de un lado a otro para atender a los que podía. Consiguió que encendieran las luces, porque con la oscuridad y la niebla no los distinguía a todos. Se aseguró también de que los archivadores estuvieran a mano.
-¿Es necesario que se lleve esos armatostes con las fichas? – le preguntó el oficial alemán, al que llamaban teniente Bloedt.
-Después de los niños es lo más importante.
El teniente se encogió de hombros:
-Bien, ya que usted los tiene en tanto aprecio viajarán también en el tren.
Los niños y los adultos tiritaban de frío en aquella gélida mañana en la que aún no se insinuaba el alba. Por fin se oyó un silbido lejano, luego otros más próximos y el convoy entró despacio en la estación. Había un vagón de viajeros donde dormitaban varios militares alemanes y numerosos vagones de ganado, en los primeros de los cuales viajaba gente, seguramente deportados, que suplicaban ayuda, y en concreto comida y agua. A Madame Gerard se le hizo un nudo en la garganta: ya no quería hacerse falsas ilusiones.
En los últimos vagones, que estaban vacíos, fueron subiendo los niños, nuevamente de dos en dos, cogidos de la mano. Los estuvieron contando y no faltaba ninguno. Con cada grupo de chavalines viajaba una enfermera o algún cuidador. Ella subió con varios niños y consiguió que unos ferroviarios franceses subieran los archivadores, y también maletas y baúles con ropa y mantas. En menos de quince minutos se acomodaron todos.
Luego, varios miembros de las SS con las manos enguantadas para resguardarse del frío cerraron las puertas correderas de los vagones y giraron las palancas de hierro que aseguraban su cierre.
El tren se puso en macha a las 7.02. No hubo ningún silbido. Los que estaban en la estación sólo escucharon cada vez más lejos el resuello de la locomotora. Mientras, la niebla se iba espesando y el alba no terminaba de llegar.
(Del libro de relatos inéditos «El poder y la mierda»)