No podía dormir, por más que lo había intentado varias veces desde que, tras una larga parada, salieron de Córdoba, pasadas ya las diez y media de la noche. Más que la incomodidad del asiento de segunda era una cierta desazón interior la que le impedía conciliar el sueño. Se había quitado los zapatos y había puesto los pies en el asiento de enfrente, esa posición era la más descansada y la que facilitaba mejor la circulación sanguínea, como médico lo sabía de sobras, aunque hasta llegó bruscamente a las puertas de la vejez, a los arrabales de la senectud, no se había preocupado en demasía por los problemas circulatorios. Sin embargo, estaba inquieto y preocupado, las cosas que hace unos meses veía claramente ahora no lo parecían tanto, temía haberse formado un mundo irreal e ilusorio, él, que se siempre se había considerado un hombre con  los pies en el suelo, que sólo se fiaba del dato experimental, que estaba tan orgulloso de su pensamiento lógico y ordenado. Quizás el Madrid al que ahora se aproximaban no fuera el prometedor y maravilloso Eldorado intelectual que, tanto él como su hijo, habían soñado. Allí lo único seguro era su nueva cátedra de la Universidad Central, a la que había podido acceder tras concurso de traslado. No era desde luego la cátedra que más le atraía, pero no había tenido otra opción, ya que las vacantes en la Central eran muy escasas, y si quería ingresar en ella –mejor sueldo, mayor prestigio social- tenía que aprovechar la ocasión.

Acababan de llegar a Andújar. Unas luces mortecinas de quinqués de petróleo alumbraban escasamente algunas dependencias de la estación. Había alguna gente en el andén que abrazaban a unos viajeros que acababan de descender. No subió nadie al tren y al poco la estación fue quedando desierta. Los niños y el resto de la familia dormían. Miró con ternura a los nietos mayores, Antonio descansaba echado encima de su madre, mientras que Manolo se apoyaba en la mampara del vagón. Abrió un poco la ventanilla y se asomó al exterior. Era una noche de comienzos de otoño, sin luna; le pareció que se veían más estrellas que desde la azotea de su casa de Sevilla, la casa que hacía sólo unas horas acababan de dejar, ya casi vacía de muebles. Olía a campo, a rastrojos quemados y a establo, los olores habituales de los pueblos de Andalucía interior en el mes de septiembre, mes equinoccial con el que termina el año agrícola, en el que se queman las plantas secas y las viejas ilusiones, y en el que se hacen proyectos para la temporada próxima. Pronto aquel viaje no sería más que un recuerdo, una vida nueva se abría ante ellos, ante él, patriarca familiar. Una vida nueva a los setenta años –pensó- mientras caía en la cuenta de que ya tenía muchos años encima y de que se le habían pasado como un soplo.

Cerró la ventanilla en el momento que arrancaba el tren, consultó el reloj y vio que llevaban ya más de veinte minutos de retraso, por la tarde habían estado pasado más tiempo del previsto en la estación de Los Rosales, él la llamaba así, aun cuando su nombre oficial era Tocina-Empalme, donde se separaban las líneas de Extremadura y Madrid. Se sentó nuevamente. A través del cristal pasaban veloces las luces mortecinas de las casas, pobres y míseras viviendas de braceros de Villanueva de la Reina y de los caserios que se extendían hasta las primeras estribaciones de la sierra. Volvió de nuevo, involuntariamente, a sus cavilaciones. Otra vez afloraban los recuerdos, recuerdos de la infancia de su Cádiz natal, sus juegos en la playa de la Caleta y en la plaza de San Antonio. Otras veces eran imágenes de la Facultad de Medicina, entonces se llamaba aún Escuela de Cirugía, en especial las conversaciones de sus compañeros en los pasillos, a lo largo de la calle Ancha o sentados en algún cafetín desde el cual se veían los mástiles de los barcos atracados en el puerto, descanso temporal o punto de partida de las más extraordinarias singladuras. Aquellas imágenes le ponían triste, a veces estaban muy próximas, parecían de ayer mismo, mientras que en ocasiones aparecían lejanas, borrosas y confusas. Lo que más echaba de menos era su vigor juvenil, su entusiasmo a veces irreflexivo, recordó a sus padres y a la oposición que mostraron a que viajara a América para ejercer la Medicina: – “Antoñito, aquí tienes más porvenir que en Ultramar”, le decían, se lo repitieron muchas veces, pero él n o atendió sus razones. En su interior había un inconcreto afán de progreso, de gloria, de cultura. Europa le atraía más que América, la Europa Occidental era la avanzada del progreso que tanto le encandilaba, pero para llegar a estudiar en Europa necesitaba medios económicos, y en América, en Guatemala, se podía ganar dinero rápidamente, porque allí había pocos médicos suficientemente preparados. Ese fue su objetivo: ganar dinero para poder estudiar en el extranjero, en Francia o en Austria o en tal vez en la pujante Inglaterra. De aquel viaje, de su estancia junto a su hermano en Guatemala, guardaba imágenes paradisíacas, de tierras vírgenes, de indolentes criollos, de indios hospitalarios y quejumbrosos, allí pudo ver una naturaleza inconmensurablemente rica, árboles, pájaros, nunca vistos en los roturados y desamortizados campos andaluces.

Intentó de nuevo dormir. Empresa difícil. Los viejos tienen el sueño pronto y ligero, pero aquella noche sus preocupaciones y sus dudas eran superiores a su fisiología y a su misma edad. ¿Había hecho bien en dar el paso que había dado?. Al menos sus nietos podrían estudiar en una institución progresista, tener una educación moderna, lejos del fanatismo de los colegios religiosos o de la gris rutina de la enseñanza estatal, esto no era posible en Sevilla, allí notaba cada día más incultura y menos tolerancia, los años en que él, junto con Federico de Castro, Vicente Chiralt y otros muchos habían pretendido modernizar la ciudad con el apoyo del poder político surgido de la revolución de 1868 habían pasado, había pasado aquel poder y la hora de los que lo apoyaron. Pero ¿habían dejado huella, o había sido todo un remolino de polvo?. En el fondo creía o pretendía creer que algo se había conseguido, que no todo había sido polémica vana y envidiosas descalificaciones. Lo más interesante sin duda fue la aventura de la Revista de Ciencias, llevaba en su equipaje cuatro volúmenes encuadernados de aquella publicación, posiblemente tardaría mucho en aparecer otra de aquellas características en esta tierra, Andalucía no estaba preparada todavía para entender la ciencia moderna, salvo quizás escasas minorías, lo sabía bien tras treinta y siete años de catedrático en las aulas de la Universidad sevillana enseñando a estudiantes de los cursos preparatorios.

Ahora no puede menos de sonreír, aunque sea amargamente, cuando a propósito de la revista le viene a la mente la absurda polémica que se desató cuando difundieron desde sus páginas las ideas de Darwin, el tan traído y llevado evolucionismo. Muchos creían que todo aquello era demoníaco, a pesar de la evidencia científica, de las pruebas que continuamente daba la naturaleza. La jerarquía eclesiástica se puso en contra ¡buena le organizó el arzobispo de Granada al pobre García Alvarez cuando habló de la evolución en una apertura de curso!. Y a pesar de los años transcurridos, las espadas seguían desenvainadas y los anatemas se mantenían firmes.

Estación de Baeza. Parada larga. Vuelta a asomarse por la ventanilla. Comienza a notarse frío. De nuevo en marcha, y para a los pocos minutos. Con dificultad puede leer el nombre de la estación: Vadollano. La parada se hace interminable, posiblemente estén esperando un cruce. Casi veinte minutos después se produce éste y nuevamente en marcha. Ahora el tren resopla fatigosamente subiendo las primeras rampas de Despeñaperros. Este puerto difícil ya no es lo que era hace unos años, cuando no existía el ferrocarril, cuando era difícil subirlo en diligencia y era preferible acceder a la Meseta por Cardeña. Ya en una duemevela recuerda algunos viajes que hizo en tiempos pretéritos, cuando no sentía la agobiante desazón de estos momentos ni las lagunas mentales que ahora le sobrevienen. Entonces quedaba aún lejano el helado soplo de la vejez. Puestos a poner, quizás el viaje más significativo fue el que, recién llegado de Guatemala, en 1841, hizo a París, la mayor parte a caballo. París se le apareció como una ciudad diferente, a veces gris y descorazonadora, llena sin embargo de posibilidades. Allí pudo conocer a Dumas y a Gay-Lussac, que eran los químicos más prestigiosos, y también a Orfila, el toxicólogo, que le tomó afecto y le protegió, quizás más por añoranzas que por sus propios merecimientos. Con él pudo comparar el desnivel que existía entre la capital de Francia y su Andalucía natal, donde hasta hacía pocos años sólo se enseñaban en las aulas universitarias –oh tempora!- la Física de Aristóteles. De todas formas, se sentía agradecido a sus profesores de la Facultad gaditana, a Joaquín Riquelme, a Nicolás Carmona, a Manuel José de Porto, hombres modestos que hacían lo imposible por difundir los nuevos conocimientos médicos entre los españoles. Al fin y al cabo, Cádiz, dentro de su provinciana limitación y de su decadencia económica, era todavía la avanzada liberal de España, la patria del magistral Cabrera, sacerdote y naturalista brillante, que tanto le había influido. Pero París era otra cosa, allí se forjó su personalidad científica, su espíritu abierto y crítico, su positivismo a ultranza, que tanto le ayudaría a luchar contra los contratiempos y la incomprensión.

En el confuso límite entre la vigilia y el sueño se siente más liberado; apenas nota ahora los traqueteos y las largas paradas en los nocturnos vadollanos que se van sucediendo. A veces ve imágenes claras y placenteras como campos andaluces a la luz del atardecer; en ocasiones las imágenes se tornan agrias y oscuras y su corazón se acelera y vuelve a desvelarse. No le gusta recordar su época de gobernados civil, la lucha contra el bandolerismo, aquello fue desagradable, pero está convencido de que las soluciones que Zugasti y él aplicaron –la ley de fugas, hablando pronto y bien- eran las únicas válidas en aquellos momentos en que el campo se les iba de las manos. Era una solución de emergencia, quizás hubiera sido más humano arreglar la situación agrícola para terminar con el bandidaje que –aunque en el fondo no quiere reconocerlo- acaso fuera consecuencia de aquella situación. Algunos decían que era la injusta distribución de la tierra, agravada por las desamortizaciones, la que lanzaba la gente al monte, la que también nutrió de partidarios a Pérez del Álamo y a los que posteriormente quisieron imitarlo y que surgían donde menos se esperaba. Está seguro que los problemas del campo andaluz radican en el atraso y en la escasa productividad de las tierras mal cultivadas, aunque a veces sin embargo le entra la duda. Quizás esté desenfocado y también sea culpable el latifundismo. El orden, sin embargo, debía mantenerse, si no la revolución iniciada en 1868 se iba al garete, como de hecho así sucedió en pocos años. Y el fracaso revolucionario significó volver de nuevo a la España caciquil, al antiprogreso, a los Aparisi y a los Orovio, a la persecución sistemática de los intelectuales.

Y de nuevo imágenes, imágenes recientes que se superponen a veces a las de hace años en el plano bidimensional del recuerdo. Imágenes de ayer tarde, quizás de anteayer, de su casi desmantelada casa de la calle Santa Ana, abiertos los armarios y arcones para sacar de ello la ropa que tenían que llevarse a Madrid. Asomado a la ventana o paseando por las calles, desde varios días atrás la ciudad le parecía más hermosa que otras veces, más hermosa que durante los casi cuarenta años que había pasado en ella. Comprendió entonces que entre Sevilla y él había unas relaciones difíciles de explicar, más allá de las relaciones con sus habitantes, aquellos a los que había ayudado, enseñado, despreciado o ignorado, según los casos. Había unas relaciones ocultas, poderosas, entre él y las calles mal pavimentadas, las blancas fachadas, la feraz orilla del río y los suaves atardeceres tras los cerros aljarafeños. Le martirizaba el llanto más disimulado de su esposa, que las inconscientes travesuras de los críos no lograba amortiguar. Algo se rompía, algo que dolía como al arrancar el vendaje de una herida aún abierta. Pero había que sobreponerse, desde siempre había dicho que la razón estaba por encima del corazón. También le costó alejarse de Cádiz  y del mundo mágico de su infancia y lo consiguió. Nuevamente le asaltan imágenes de la playa de la Caleta y de los miradores, recuerda cuando iba con sus padres a ver la llegada del Real Fernando, que fue uno de los primeros barcos de vapor hubo en España, y que arribaba majestuosamente al puerto con un metálico sonido de ruedas y bielas. – “Viene de Sevilla- decía, y echa diez horas en hacer el trayecto”. El Real Fernando nunca faltaba a sus citas vespertinas, un día si y otro no, aquello era un símbolo del progreso, la prueba de cómo la mente humana es capaz de superar los obstáculos de la naturaleza; el hombre está desvalido en el mundo, pero con su inteligencia puede abrirse camino, sin ella esta frágil criatura humana habría sucumbido a la fuerza bruta de los elementos y a las bestias salvajes.

Ahora el ruido del tren es más monótono. Ya corre por la penillanura manchega. Hay algo de niebla que entra heladora por los resquicios del vagón en penumbra. Se levanta con dificultad para arropar a los niños. Intenta de nuevo dormitar, pero ahora se encuentra más desvelado. No sabe en que postura ponerse, tampoco se decide a fumar, Prefiere dejar volar la imaginación con los proyectos que tiene in mente para realizar en Madrid. Por lo pronto, los niños irán a la Institución Libre de Enseñanza. Irán a vivir a un piso céntrico, próximo a las tertulias culturales que existen en Madrid, algunas muy buenas. Allí su hijo debe tener más éxito, la antropología del folklore que cultivas debe ser más apreciada que en Sevilla, donde estos temas son más propios de discusión tabernaria que de estudio erudito. Está seguro además que sus futuros alumnos de la Central estarán más preparados y dispuestos a asimilar sus enseñanzas que los primerizos con los que ha bregado hasta ahora. Es una cosa seria en España ser catedrático de la Central, aunque las remuneraciones económicas no vayan parejas con la categoría. Lo ideal hubiera sido alcanzar antes el puesto, ahora con la edad que tiene no va a poder disfrutarlo muchos años, pero en todo caso procurará aprovechar bien el tiempo que le permita su ya gastada biología. De nuevo siente la desazón de la edad, pero intenta sobreponerse. No le aterra la muerte, la vieja generación debe perecer para dar paso a los más jóvenes, si no fuera así  no existiría evolución alguna, el mundo siempre estaría por los mismos escleróticos cerebros, las mismas ideas yendo y viniendo y dando vueltas sobre si mismas. Y él, nacido en Cádiz y hasta hace poco vecino de Sevilla, debe abrir el camino a su hijo y pasados los años éste a los suyos. Así es la rueda de la vida, y el que no se conforma es un iluso soñador. Todo lo demás son cuentos, trastornadores de mentes infantiles. Los hombres deben luchar por el progreso, él lo ha hecho en la medida de lo posible, a veces venciéndose a si mismo y a su desgana en escribir. Ha publicado algunos libros, es cierto, pero debería haber escrito más; debía haber completado el catálogo de aves andaluzas, fue una de sus primeras obras, pero ahora se da cuenta de que estaba muy incompleta; no pasó de describir las más corrientes sin entrar a estudiar la variedad de ellas que había entre Cádiz y Huelva, en el coto de Doñana. De todas formas, ayudó a todo el que quiso estudiar la región, ¡oh, aquellas excursiones con Delanoue por la zona de Morón cuando visitaron los volcanes de fango! –en realidad, el llamarles volcanes era algo arriesgado, hoy los hubiera denominado de otra manera. También en etapa de rector universitario ayudó a los que pudo, a los que consideró más valiosos. Uno de ellos era Hauser, el médico austríaco que apareció una mañana por su despacho para pedirle su intervención en un asunto administrativo que tenía pendiente y para informarle del trabajo que pensaba hacer sobre la situación sanitaria en Sevilla  -“Esta ciudad es como Calcuta o Bombay en cuestiones de salubridad, merece la pena estar aquí dos o tres años para hacer un estudio médico”, le dijo. Los datos del estudio fueron aterradores, aunque él muchos de ellos ya los conocía. Una de las épocas que más le desagradaban era aquella en la que ejerció de médico, le llamaban “el del gabán blanco” porque a la gente le chocaba su gabán comprado en París. Podía haber ganado mucho dinero con la Medicina, pero se sentía impotente antes las enfermedades, apenas podía darle alivio a la gente, sólo buenas palabras y buenos deseos. No podía resistir la visión del dolor, ni tampoco la muerte de los niños, aquello era un fracaso de la Naturaleza, que creaba a unos seres para destruirlos apenas formados. Por eso, quizás inconscientemente, se refugió en la ciencia, en la soledad del gabinete de Historia Natural, donde podía ver las maravillas de la naturaleza en los animales disecados, en las hermosas preparaciones microscópicas, en los perfectos cristales de cuarzo y de barita. Allí no se vislumbraba el dolor. Más tarde, al leer a Darwin, se acostumbró a ver incluso en los más placenteros lugares, en los más hermosos jardines, la terrible lucha entre la vida y la muerte, la victoria de los fuertes sobre los débiles, victoria que hacía evolucionar a las especies. Darwin fue para él como una revelación, la solución a muchas preguntas que se hacía desde su juventud y para las que no encontraba respuestas adecuadas. Creyó que unas ideas científicas de ese calibre había que difundirlas lo antes posible en el mundo intelectual de su país. No esperaba tantas reacciones encontradas y tantos vituperios, aunque a decir verdad lo mismo ocurrió en Inglaterra cuando El origen de las especiesvio la luz en 1859.  Los trabajos de Darwin vinieron a demostrar a los intelectuales españoles, de forma inesperada, que había una ciencia distinta a la que se elaboraba en Francia. Durante muchos años, los pensadores krausistas y otros que, como él mismo, no lo eran, habían tratado de desenganchar a España del tren intelectual francés, de mostrarles otras ciencias, como la alemana. A él le entusiasmaba desde hacía tiempo la cultura germánica, pero creía que era necesario que España contara con una ciencia propia y que esta fuera fomentada y  apoyada desde las instituciones.

Empieza a clarear cerca de Alcázar de San Juan, aunque es una claridad tenue y blanquecina, consecuencia de las nieblas manchegas que continúan pegadas obstinadamente al suelo. Ahora hace más frío. Le asalta nuevamente una cierta congoja, dudas ante el paso que ha dado; la meta tantas veces soñadas está ahí, a poco más de veinte leguas. ¿Será bien recibido en su nueva universidad o no verán en él más que a un viejo molesto y lleno de fútiles ambiciones?. Aquí el ambiente es distinto, más complicado, quizás no haya la familiaridad respetuosa de su facultad sevillana, en el fondo estaba ya acostumbrado a su pequeño gabinete, creado por él hasta en los últimos detalles. Incluso pagó en ocasiones de su propio bolsillo frascos y estanterías, y pidió por toda la región muestras de minerales y de rocas; la mayoría se las dieron los ingenieros que trabajaban por la región. En el gabinete ha pasado una parte importante de su vida. Allí, con los fósiles en la mano, ha tratado de convencer de las ideas evolucionistas a los más recalcitrantes. Con Fernando Santos ha discutido horas y horas, no quería o no podía ver lo que para él era evidente; quizás su fe religiosa era tan fuerte y tan mal entendida que le cegaba. Aquí en Madrid va a comenzar de nuevo, es como una vuelta a los tiempos juveniles sin ser joven, nuevas amistades, nuevos alumnos, nuevos problemas. Navega en cierto modo en contra de la corriente. En la edad y en el estado en que la gente quiere volver a su terruño, él se lanza a una auténtica aventura, a descubrir un nuevo mundo. A veces le sobrevienen oscuros presagios, la aventura tan cuidadosamente preparada puede fracasar. Tras unos momentos de permanecer deprimido vuelve a subir a la cima de su optimismo. En el fondo es un emigrante en busca de un mundo mejor.

Con un apreciable retraso ha llegado el tren a la estación de Atocha. Madrid, con sus arrabales, se les ha aparecido gris y cenicienta, asentada artificiosamente en medio de una estepa yesosa y erosionada. Sólo las montañas azules del fondo alegran algo la vista. En la estación, que a los niños se les antoja inmensa y a los mayores demasiado ruidosa, Antonio Machado Núñez, flamante y anciano catedrático de la Universidad Central, ha despertado de su ensimismamiento, de su agitación interior y se ha sacudido con el polvo las últimas huellas de la larga madrugada. Ha vuelto a poner orden en la familia, a explicarles donde está situada la estación y donde la casa que van a habitar, a hablar de las ven tajas de vivir en la capital de la nación, donde están los mejores museos, las más afamadas facultades, donde se mueve la intelectualidad progresista, los más ilustres cerebros, las mentes preclaras que rigen la vida cultural de España. Hoy, jueves 26 de septiembre de 1883, la familia Machado encabezada por su patriarca, ha llegado a Madrid procedente del sur, ha arribado a la tierra de promisión para iniciar una nueva vida.

 

(Del libro de relatos inédito Por aquí y por allí)