Ya comenzaba el invierno su retirada cuando Enriqueta notó a su madre llorosa y a su padre preocupado y más brusco de lo normal. Al principio no le dio más importancia, y después, observando gestos y actitudes y escuchando por las noches con el oído pegado al comedor de su casa se enteró que su madre estaba de nuevo embarazada, le oía decir “¿qué vamos a hacer ahora?”, mientras su padre guardaba silencio. Al día siguiente escuchó que su progenitor le hablaba a su madre de una mujer que ella conocía de vista, Andrea la curandera, que también era comadrona, aunque por su casa no había aparecido nunca, “ve a casa de Andrea, que ella entiende de estas cosas”. No sabía que tenía que ver aquella mujer en todo aquello, pero el corazón le decía –por la forma en que su padre hablaba de la tal Andrea- que no debía ser mujer recomendable. Hubiera deseado que su abuela estuviera allí, pero se hallaba en Alfarax con el tío Manuel pasando una temporada. Enriqueta quería saber, estaba preocupada, pero no quiso hacerle preguntas inoportunas a su madre. A su padre ni se le ocurrió. Una tarde, después de terminar las tareas de la casa –lo que era un decir, porque no se acababan nunca- su madre se arregló y llevándose a Salud en brazos se fue a buscar a Andrea, pero no quiso que la acompañara Enriqueta, “no puedes venir, son cosas de mayores, tú vigila a tus hermanos y obedece a tu padre si te manda algo”. Volvió como dos horas más tardes, con un paquete de papel basto donde había unas plantas, el paquete lo guardó su madre en un armario, no sin advertirle antes de que no lo tocara. Dos días más tarde vio que su madre, bajo la mirada atenta de su padre, estaba cociendo aquellas plantas en una olla. El hervor duró bastante tiempo, y Enriqueta no pudo contenerse y le preguntó a su madre qué estaba haciendo, qué para qué eran esas plantas, y ésta le dijo que para los dolores de vientre, “pero mamá, ¿para los dolores de barriga no se toma manzanilla?”, “si, pero esto es más fuerte, y sólo para las personas mayores”. Su madre se tomó dos o tres tazas de aquella especie de caldo, y luego siguió con su trabajo de siempre. Enriqueta pensó que todo aquello era raro, porque su madre no se quejaba del vientre, y además no quiso que ella bebiera aquello. Se preguntaba si ese líquido sería un veneno y llena de temor se lo dijo a su padre, y éste, curiosamente, no le riñó como solía, sino que le acarició el pelo y le dijo, “eso no es un veneno, hija, tú no te preocupes”, aunque él se veía preocupado. Aquella noche le pareció oír gritar a su madre, y al levantarse vio que sus padres seguían en la habitación y su madre se quejaba. Ella le preparó el desayuno a sus hermanos mientras pensaba que algo anormal estaba ocurriendo. Su hermano Juanito fue por orden de su padre a avisar a la comadrona de siempre, a doña Rosa. La mujer entró en la habitación mientras su padre le entregaba sábanas y toallas limpias. No pudo resistirse y pegó el oído en la puerta, “ya ha abortado, pero esto no es natural, seguro que ha tomado algo”, “si, abrótano macho, ayer me hice un caldo”, “eso se lo habrá dicho la bruja de la Andrea, no hace falta que me lo diga, pero eso que ha hecho no es cosa de cristianos”, “es que estaba desesperada, doña Rosa”. Luego hubo un silencio denso. “La hemorragia no se corta, Juan, debía avisar usted a don Hipólito el médico”. Su padre salió con la cara demudada y cogió la bicicleta y se fue hacia la calle Real. Ella se quedó en la entrada de la habitación; su madre estaba en la cama, pálida, desnuda de cintura para abajo y con las piernas abiertas, mientras que por el suelo había toallas, trapos y sábanas ensangrentados; la sangre le corría a su madre por los muslos y las piernas. Como una autómata gritó, y se acercó a la cama y la besó; su madre la abrazó, “no te preocupes, no es nada Enriqueta, ve a cuidar de tus hermanos, esto me ha pasado otras veces”. La matrona la empujó suavemente y la hizo salir de la habitación, “esto no es para que lo vean las niñas” le dijo bastante nerviosa. Se puso a llorar quedamente y al cabo de un rato vio entrar a su padre con don Hipólito; no repararon en ella. Se fue al jardín y les estuvo riñendo a sus hermanos. Esperaba ver salir al médico y que este dijera que ya estaba bien, que ya no tenía sangre, pero pasaba el tiempo y el médico seguía en la alcoba de sus padres. Al cabo de un rato la que salió fue doña Rosa con una expresión de angustia en el rostro y le dijo a Enriqueta que corriera a la iglesia parroquial y que le dijera al cura, a don Francisco, que viniera a toda prisa para atender a su madre, “no creo que pase nada, pero siempre es mejor estar a bien con Dios, corre y no te entretengas, dile que vas de mi parte y de la del médico”. Y Enriqueta corrió, con la mente en blanco, calle Real abajo para luego girar por el callejón hacia la plaza de Santiago donde estaba la iglesia. No sabía qué hora era, sentía como una opresión en el pecho, se encontró al sacristán y le contó lo que le había dicho doña Rosa. El sacristán la cogió de una mano y entraron en la casa de don Francisco el cura, que estaba terminando de almorzar, y Enriqueta, entrecortadamente, le fue repitiendo de nuevo lo que decía doña Rosa. Éste, al oír que el aviso venía del médico puso rostro de preocupación, y le dijo al sacristán que le acompañara –algo que éste ya sabía- y cogió unos vasos y un cáliz pequeñito tras cambiarse de ropa y salieron a la calle. El sacristán tocaba una campanilla y Enriqueta observó que mucha gente se arrodillaba y se santiguaba viendo pasar al cura de aquella forma, oyó a una mujer preguntarle a otra qué quien se estaba muriendo y ésta le dijo que creía que era la mujer de Juan Polvillo, la del recreo, y entonces ella comenzó a llorar mientras seguía al cura y al sacristán. Llegaron a la casa y allí vio a doña Rosa y al médico que estaba tomando un vaso de vino y pan con chorizo, algo que le chocó, su madre estaba muy mala y el médico tomando un aperitivo como si tal cosa. Vio a su madre muy pálida, inmensamente pálida, casi blanca como la sábana. No hablaba. El cura le puso aceite en los pies y en la cara. Entonces su madre se despertó y se sobresaltó al ver al cura. Luego éste cerró la puerta del dormitorio, “tiene que confesarse” dijo como explicación. Un rato más tarde salió don Francisco y les dijo que ya podían pasar, “ya está en gracia de Dios”. Enriqueta se acercó a su madre y ésta le cogió las manos y se las besó, lloraba, a veces se desvanecía, otras decía “¿qué va a ser de mis hijos?”, después preguntaba por su madre, “ya está en camino, Rosario, no te preocupes”. Después se fue quedando más quieta, mientras un sudor frío le empapaba el rostro, hasta que en un momento dado tuvo como unos extraños temblores y se quedó con los ojos muy abiertos mirando al techo. El médico se acercó, le tomó el pulso, le observó los ojos con una cerilla encendida y después se los cerró, mientras decía “ha fallecido”. Algunas vecinas que estaban allí se pusieron a gritar, y el cura les dijo que no gritaran, que rezaran por el alma de Rosario. Enriqueta perdió el conocimiento casi completamente, notó que la cogían antes de caer al suelo, luego todo fue oscuridad y no oyó nada. No supo que tiempo estuvo así, se despertó en su cama con su hermano Juanito al lado; ambos se abrazaron llorando. Entró su padre con rostro demudado y se quedó mirándolos sin decir nada. Tiempo después escuchó las voces y los llantos de su abuela y la voz de su tío Manuel que discutía con su padre. Ella se levantó y corrió junto a su abuela, que besaba desesperadamente a su madre, que estaba en la cama vestida con una extraña ropa blanca y un rosario entre las manos. Su abuela al verla se retiró de la cama y se abrazó a ella, mientras decía “¡qué desgracia, qué desgracia!”. Fuera, en el jardín, estaba oscureciendo y se oía una algarabía de pájaros entre los árboles. Era el contraste entre la vida y la muerte.