La «Misión de la Universidad» de Ortega y Gasset setenta y cinco años después.

La conocida obra de José Ortega y Gasset sobre la misión de la Universidad apareció por primera vez en 1930. Para escribirla –según expone en el prólogo- tomó como base la conferencia que impartió con anterioridad a instancias de la Federación Universitaria Escolar (FUE). La obra constituye desde entonces todo un clásico en la bibliografía sobre las universidades y en general sus ideas –quizás por obvias- han sido admitidas sin apenas discusión. Sin embargo, en los últimos setenta y cinco años las universidades occidentales en general y las españolas en particular han cambiado sustancialmente, por lo que algunas de las conclusiones orteguianas deben ser analizadas en su devenir histórico para evaluar su validez actual.

En el momento de escribir Ortega su ensayo, las universidades españolas seguían todas el patrón centralista y uniformizador que arranca de la ley Pidal de 1845 y la ley Moyano de 1857, aunque desde esas lejanas fechas se habían dado numerosas disposiciones administrativas que no alteraron sustancialmente la estructura. En 1930 sólo la Universidad Central de Madrid podía considerarse completa, ya que era la única donde era posible obtener el doctorado (situación que perduraría, lamentablemente, hasta mediados de los años cincuenta). Por otra parte, la enseñanza técnica (ingenieros, arquitectos, peritos) se daba en escuelas especiales –algo que arrancaba de 1850-, al margen de la Universidad, lo que también ocurría en Francia y en Alemania. Por eso Ortega habla en su obra de la ciencia, pero no menciona a la técnica. Esta situación comenzó a cambiar en España a partir de la ley de Villar Palasí de 1970, en la que las escuelas técnicas, aún conservando sus características específicas, quedaron integradas dentro de las universidades tradicionales, con las excepciones de las llamadas Universidades Politécnicas de Madrid, Barcelona y Valencia.

Las misiones que, según Ortega, tiene la Universidad son tres: la enseñanza para la formación de profesionales, la investigación (científica y humanística) y la difusión de la cultura. Ortega, catedrático de Filosofía, hace especial hincapié sobre la faceta cultural, a la que subliminalmente considera la más importante. Cree que la organización de las universidades debe girar en torno a las necesidades de los estudiantes, debe adaptarse a ellos. La investigación en los centros universitarios no parece entusiasmarle en demasía, afirma que la vocación para la ciencia es especialísima e infrecuente, cuando en realidad el trabajo científico es algo no muy diferente de otros trabajos intelectuales, con la salvedad de que requiere inteligencia y paciencia en grandes dosis. Su idea es que la enseñanza universitaria y aún el ejercicio profesional de una titulación no deben mezclarse con la actividad de los científicos, afirmación que hoy resulta difícil de defender, porque la actividad científica (en forma de tesis, tesinas y proyectos) incrementa notoriamente la formación de los alumnos, la hace más especializada. Además, el caudal de conocimientos científicos (unos dos millones de artículos aparecen cada año en las revistas) es tan grande que un profesional, si no está en contacto de alguna manera con el mundo de la investigación, quedará muy pronto anticuado. Hoy, por ejemplo, no se puede separar, como afirma Ortega un poco a la ligera, la actividad de un médico asistencial con la de un médico científico, y afortunadamente desde hace algunos años la investigación científico-clínica se está imponiendo en los hospitales como algo vinculado con la labor puramente rutinaria –pero importantísima, como es obvio- de asistencia a los enfermos.

No obstante, y centrándonos en el campo universitario, quizás se haya en los últimos tiempos hipertrofiado la investigación en detrimento de la docencia, y en este hecho ha tenido una responsabilidad importante en España la ley Maravall de 1983. Ortega ya percibió este problema, cuando afirmaba que muchos investigadores (universitarios) sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo, y por eso propone que no decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posea el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor, algo difícil de evaluar en concursos y oposiciones, pero que es una idea que se está abriendo paso de nuevo con ciertas dificultades, porque el curriculum como investigador de los candidatos a ocupar las plazas sigue pesando en la actuación de los tribunales y comisiones. Y dentro del curriculum investigador se valora especialmente el número de las publicaciones y los índices de impactos de las revistas donde se han publicado, lo que ha dado lugar al desarrollo imparable del papering, o sea, el investigar para publicar, independientemente de la utilidad del trabajo o de su aportación objetiva al conocimiento científico.

La faceta cultural es la que más se ha resentido con el paso del tiempo. Aunque en casi todas las universidades hay un Vicerrectorado de Extensión Universitaria destinados a la cultura, su peso e influencia frente a los destinados a la enseñanza y a la investigación suele ser escasos. Estos vicerrectorados organizan conferencias, exposiciones, algún que otro concierto y poco más. Sin embargo, el hecho de que en gran número de universidades –principalmente públicas- funcionen servicios de publicaciones para editar libros que normalmente no tendrían cabida en las todopoderosas editoriales comerciales, puede considerarse como algo muy positivo de cara a la difusión de la cultura.

En consecuencia, de todo lo dicho, y con las lógicas cautelas, parece desprenderse que gran parte de las ideas que expuso Ortega en 1930 siguen siendo válidas. La formación de los profesionales, la investigación y la difusión de la cultura son tres pilares inamovibles, aunque a ellos se hayan añadido otros (intercambios de alumnos y profesores con universidades extranjeras, gestión del empleo de los titulados, contratos con empresas, intervención en el campo de las residencias universitarias, etc). Lo que sí ha variado notoriamente es el peso específico de cada uno de los tres; se ha producido un fuerte desarrollo de la investigación universitaria en detrimento de los aspectos puramente docentes, y las actividades de divulgación cultural han quedado como algo complementario. No parece que las cosas vayan a seguir un camino distinto en los próximos años. La investigación es la estrella de las universidades públicas (en las privadas, en general, es casi inexistente) y dentro de ella el publicar en revistas de gran impacto es lo más apetecible. Este incremento de la investigación universitaria se ha producido a pesar de la existencia en casi todos los países occidentales de organismos oficiales de investigación (CSIC en España, CNRS en Francia, etc). En cuanto a la actividad cultural debería quizás diversificarse, buscando las universidades colaboraciones con distintos organismos creados para este fin (asociaciones, ateneos, fundaciones de entidades de ahorro, academias) para unificar recursos y captar a públicos más amplios. Hoy por hoy los estudiantes están demasiado absorbidos por la enseñanza a consecuencia del incremento de la carga docente y también –justo es decirlo- por el incierto futuro laboral, y el tiempo que pueden dedicar a estas actividades culturales es prácticamente nulo. Otro factor que influye en el alejamiento cultural de los estudiantes es el hecho de que por Internet se puede conseguir rápidamente más información que asistiendo a una conferencia. Estos nuevos hechos no pudo preverlos Ortega en 1930, pero hay que convenir que en cuanto a la misión universitaria, sus postulados, con las matizaciones impuestas por la evolución histórica, siguen siendo perfectamente asumibles en la actualidad.

Publicado en el primer número de la revista PARADIGMA, octubre/noviembre 2005

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