Estaba ya avanzada la mañana de aquel 16 de julio cuando Santiago Casares Quiroga, jefe del Gobierno que se tambaleaba políticamente desde hacía varios días, llegó al Palacio Nacional para tratar los asuntos de actualidad –numerosos y acuciantes- con Manuel Azaña Díaz, segundo Presidente de la Segunda República Española. Azaña habitaba aquel enorme edificio ligado inevitablemente a la Monarquía desde que tomó posesión como Presidente. Su predecesor Alcalá Zamora no quiso utilizarlo como residencia. Pero Casares sabía que su jefe y correligionario no era un hombre valiente, salvo cuando elevándose por encima de su timidez se dirigía a la multitud en los mítines –fue espectacular el del campo de Comillas- y sacaba a relucir sus dotes de orador sarcástico y agudo. Quizás el sentirse apoyado por miles de personas hacía que se desinhibiera, que su fuerte ego de intelectual se inflamara y adoptara unas poses de persona valiente que no se correspondían con la realidad que sus amigos conocían. Casares llegó al Palacio en su coche oficial, y aunque no llevaba distintivos por motivos de seguridad y discreción, su llegada no pasó desapercibida a algunos periodistas que se movían por las afueras del edificio, resguardándose del sol como mejor podían. Era indudable que había una gran expectación política, que el día anterior se había concentrado en el Congreso, donde se reunió la Diputación Permanente para debatir y aprobar la continuidad del estado de alarma y para que de paso algunos diputados de derechas clamaran como discos rayados contra el Gobierno y el descontrol callejero. Él había hecho todo lo posible -¿o quizás podía haber hecho más?- para controlar el orden público, pero la debilidad gubernativa, a causa de que el Gabinete lo constituían personas de partidos con escasa representación parlamentaria, hacía que las órdenes de los ministros se perdieran por la escala de mandos, donde había gentes afines a los socialistas, a los comunistas incluso, cuando no bastantes partidarios de las derechas que aprovechaban las ocasiones que podían para no dar curso a los escritos, para ocultar actividades de asociaciones claramente antirrepublicanas. Creía, y así se lo había dicho muchas veces a Azaña, que el PSOE debía haber asumido sus compromisos electorales y su ventaja numérica en el Congreso para formar un Gobierno de más amplia base, pero el problema radicaba en que el hombre más idóneo, Indalecio Prieto, tenía en su contra al ala más extremista de su partido, los seguidores de Largo Caballero. Pero había otros dirigentes en el PSOE que verían con buenos ojos una alianza gubernamental presidida por alguien carismático del partido, quizás Besteiro fuera demasiado buena persona y seguramente en aquellas circunstancias no habría aceptado ser jefe del Gobierno, pensaba más en Jiménez de Asúa e incluso en Juan Negrín. Indudablemente Azaña no debería haberse enjaulado en la Presidencia, él lo consideraba el más capaz de los políticos republicanos, un estadista de pies a cabeza, pero tal vez su ambición o su miedo lo empujaron a aquel puesto y eso trajo como consecuencia que él cargara en su lugar con el muerto del día a día del poder.

Tras cruzar una serie de pasillos y habitaciones con sus decoraciones barrocas –los palacios dieciochescos de Europa estaban todos cortados por la misma tijera, demasiado recargados para su gusto – llegó hasta el antedespacho del Presidente, donde saludó a viejos conocidos, en algunos de los cuales creyó percibir miradas de pesadumbre e incluso de lástima cuando no de manifiesto desprecio, y entró en el despacho presidencial. Notó a Azaña con cara de haber dormido poco, y pensó que él debía tener una expresión parecida. Las cosas no estaban para tirar cohetes precisamente. Uno de los ayudantes cerró la puerta para garantizar la confidencialidad.

-Siéntese en el sofá, Casares, aquí estaremos más cómodos. Y bien ¿cómo está la situación? ¿Hay algo que yo no sepa?.

-Don Manuel, usted sabe que las aguas están revueltas.  Supongo que estará enterado de que ayer en el Congreso se vertieron calumnias contra el Gobierno por parte de Gil Robles y que toda la sesión que duró nada menos que seis horas estuvo llena de crispación.

-Si, y mucha gente piensa que debía haber ido usted allí, le acusan de escurrir el bulto, de no coger el toro por los cuernos. Yo también creo, Casares, que debía haber acudido. Su ausencia, después de lo de Calvo Sotelo, ha hecho que la gente murmure y que insinúe un asesinato gubernativo nada menos, si, ya se –Casares hizo un frustrado intento de protesta- que usted y sus allegados no han tenido ni arte ni parte en el tema, pero el asunto es muy gordo. Francamente, la nota que sacaron ustedes, el Gobierno quiero decir, anteayer, no era muy convincente. Trataban de equiparar los asesinatos de ese teniente, Castillo, con el de Calvo Sotelo, y aunque los dos sean lamentables, la significación política de ambos era muy distinta.  Reconozco que las palabras de Gil Robles son inadmisibles, pero no es menos cierto que usted y sus ministros dan la impresión de que no controlan a las fuerzas de seguridad. Entre ayer y hoy varios centenares de familias que se sentían amenazadas han salido de Madrid y se han refugiado en Valladolid, en Portugal y en Francia. Posiblemente, después de lo ocurrido, tengan motivos para salir del país y ver los toros desde la barrera. Me imagino que igualmente se debe haber producido una fuga de capitales. La prensa extranjera ha condenado el asesinato de Calvo Sotelo, dicen que en ningún estado democrático de Europa Occidental ha ocurrido nunca algo semejante. Y tienen razón.

Casares sintió una oleada de calor que le subía desde el pecho, no sabía que objetar. Azaña decía la verdad: a él no le obedecían más que a regañadientes los guardias y sus mandos intermedios, y eso no sólo le pasaba a él, sino al ministro Moles y a Alonso Mallol, el subsecretario.  Muchos lo consideraban el pito del sereno.

-¿Y bien? –continuó Azaña- ¿hay datos nuevos sobre el asunto de Calvo Sotelo?.

-Ya sabe usted, don Manuel, que se ha nombrado a un juez especial para que se ocupe del caso, aunque independientemente de las actuaciones judiciales el Ministerio de Gobernación ha hecho las suyas propias. El grupo que se desplazó en la camioneta 17 a casa de Calvo Sotelo lo mandaba un capitán de la guardia civil, Fernando Condés….

-Eso ya lo sé, y en la camioneta iban varios guardias de asalto y algún paisano.

-Cierto. Pero no llevaban ninguna orden de arresto contra el diputado, al parecer fue Condés o algún funcionario gubernativo o algún jefe del cuartel de Pontejos quien tomó la fatal decisión, por supuesto que las órdenes que recibieron fueron verbales, no hay ningún documento. Al parecer, el que disparó a bocajarro fue un tal Cuenca, un guardaespaldas de Prieto miembro de ese grupo de protección que llaman La Motorizada, los que evitaron precisamente que Prieto fuera asesinado por la gente de Largo Caballero en el mitin de Écija.

-¿No han sido detenidos Condés y Cuenca?.

-Pues no, sólo están bajo arresto los guardias, que son los únicos a los que ha tomado declaración el juez. El capitán Condés y el autor de los disparos, Cuenca, han desaparecido. Parece que Prieto les ha buscado un refugio o al menos eso es lo que se dice: el caso es que se han evaporado. Este hecho, unido a la amistad de Condés con don Indalecio hace que éste aparezca como el posible encubridor de los asesinos, y que algunos deduzcan que todo fue planeado por Prieto, cuando yo creo que fue una sucesión de hechos desgraciados.

-Pero ¿para qué iba Prieto a actuar de esa forma?. Bastantes problemas tenemos ya con los rumores de sublevación de los militares para añadir más leña al fuego.

-No sé darle una respuesta, don Manuel. Hay quien me ha dicho que Prieto quiere hacer salir a los militares de los cuarteles para aplastarlos antes de que se organicen más de lo que ya están. Y de paso acabar con los colaboradores civiles, ya sabe usted que pensaban asesinar también a Gil Robles, pero no lo encontraron.

-Si eso es cierto, me parece un error impropio de Prieto. El impacto del crimen de Calvo va a poner en contra nuestra a muchos militares que hasta ese momento estaban en una actitud neutral. Y otra cosa le digo, Casares: la sublevación no va a tardar en estallar, los militares saben que ahora es un momento especial, porque dentro de unas semanas la conmoción por el asesinato se habrá ido diluyendo.

-Prieto tiene a veces salidas extrañas, como cuando se metió hasta las cejas en la sublevación de Asturias.

-Si, es verdad, pero lo de organizar el asesinato de los líderes de la oposición es difícil de admitir. Sin embargo los indicios son los que usted me ha comentado, aunque son sólo indicios, no pruebas. Supongo que el juez llevará el asunto hasta el final, pero está obviamente muy presionado por unos y por otros. Es necesario que se le faciliten todos los medios. Tenemos a la opinión pública, la de España y parte del extranjero, pendientes de este asesinato.

-¿Sabe usted que Goicoechea, en el entierro de su amigo Calvo, vaticinó una pronta revuelta?.

-Eso me han dicho. ¿Tiene usted su discurso?.

-Si, me lo ha facilitado la policía y confirmado un par de periodistas. Más que un discurso fue una breve soflama. Los periódicos, por orden de los censores, no lo han publicado. Bastante caldeados están ya los ánimos.

Casares Quiroga sacó de su cartera un papel mecanografiado donde se recogían las palabras incendiarias y a su vez dolientes de Goicoechea:

“No te ofrecemos que rogaremos a Dios por ti; te pedimos que ruegues tú por nosotros. Ante esta bandera colocada como una cruz sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos solemne juramente de consagrar nuestra vidas a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España, que todo es uno y lo mismo, porque salvar a España será vengar tu muerte, e imitar tu ejemplo será el camino más seguro para salvar a España”

Azaña se echó para atrás en su sillón, y luego, tras una pausa, se dirigió a Casares:

-Hay que reconocerle a Goicoechea un cierto talento dramático, lástima que sea tan carca. En efecto, sus palabras anuncian que pronto estallará la tormenta. Y es que lo de Calvo Sotelo ha sido una barbaridad. Su Gobierno, amigo Casares, está en entredicho, y de paso me va a arrastrar a mí hasta el fango.

-Si usted lo ve conveniente, le puedo presentar la dimisión ahora mismo.

-De eso habrá tiempo, no se precipite. Aunque es indudable que tarde o temprano habrá que ir a la crisis gubernativa. El problema es encontrar quien se quiera hacer cargo de la situación, tal como están las cosas.

-Deberá ser alguien que pueda allegar un amplio consenso, al menos entre los republicanos.

-Yo he pensado en Martínez Barrio, pero no se lo he comentado a nadie. Claro es que Diego se siente más cómodo, a pesar de los pesares, al frente del Congreso.

-Si usted se lo pide no creo que se niegue.

-De todas formas, Casares, creo que es conveniente esperar un poco. La sublevación de los militares no ha de tardar mucho y no quiero que suceda en crisis gubernativa. Yo puedo iniciar –discretamente, se entiende- los contactos, pero hasta que no haya un Gobierno preparado para sustituir al suyo debemos  guardar silencio.

Casares Quiroga pensó que el Presidente le invitaba a presentar la dimisión en los próximos días, pero que dada la situación política no quería dejar el poder en medio de la calle con una sublevación a la vista. Era duro para él, pero las cosas estaban como estaban.

-Don Manuel, he recibido informaciones fidedignas de lo que ocurrió el fin de semana pasado durante las maniobras de las fuerzas del Protectorado en Llano Amarillo. Los ejercicios militares y los desfiles transcurrieron sin novedad, pero en la comida que siguió luego, los jefes y oficiales hablaron en voz baja la mayor parte del tiempo, y algunos iban de mesa en mesa, luego se pusieron a pedir café a voz en grito, todos a coro, ya sabe usted lo que significa café…

-Si, creo que quiere decir: Camaradas, Arriba Falange Española.

-Ciertamente. Ahora mismo, el líder entre las tropas africanas es el teniente coronel Yagüe, que es el que estuvo más levantisco.

.           -Yagüe es un exaltado desde que nació. Es un buen militar, sin embargo. Pero es teniente coronel solamente; los de África necesitarán a un general que ponga orden entre ellos y que se enfrente a nosotros. Y ese no puede ser otro que Franco.

-Pero Franco está en Canarias y vigilado.

-No sea ingenuo, Casares. En un avión puede llegar a Marruecos desde Canarias en poco tiempo, y seguramente será lo que tenga previsto hacer si no se lo impedimos. Lo que no entiendo es que los militares se hagan falangistas de la noche a la mañana, al fin y al cabo es un partido minoritario, con un ideario radical que no les cae bien a los derechistas de la CEDA o de Renovación.

-Hay una bipolarización del país que se acentúa por día: los falangistas por un lado y los comunistas por otro están ganando terreno. Mala cosa.

-Bien, aceptemos que los militares se van a sublevar en muchos sitios. ¿Puede usted resumirme las medidas que ha tomado para parar el golpe?

-Muchas ya las conoce, don Manuel. Los mandos de las ocho divisiones que tienen a su cargo las correspondientes regiones son completamente fieles: Batet, Villa-Abrile, Cabanellas, y demás. También tengo bastante confianza en muchos de los generales de brigada, y por supuesto en los inspectores generales, incluso en el imbécil de Queipo de Llano que está al cargo de los carabineros.

-Respecto a Queipo, amigo Casares, tengo algunas dudas: no olvide que es consuegro de don Niceto y estará dolido por la destitución, con la cual ha perdido influencia política.

-Tiene usted razón, voy a ordenar que se le vigile con discreción, viaja mucho por su cargo y puede servir de correveidile entre unos y otros. Por otra parte, ya sabe usted que los más temibles, Goded, Franco y Mola, están en destinos alejados y con pocos soldados a los que mandar. Valera ha sido detenido en Cádiz. Además, hemos reforzado a las fuerzas de Asalto en Madrid, Barcelona y Oviedo, desplazando a los elementos que no son de plena confianza. Y hemos aumentado los permisos de verano entre los soldados. Bajo cuerda se les ha dado con preferencia a aquellos individuos que pudieran ser afines a los derechistas.

-De todas formas, Casares, las fuerzas más peligrosas son las de África: muchos son voluntarios, están bien entrenados, bien armados. Lo que pasa es que tienen que cruzar el mar, y para ello necesitarán que la Flota los apoye. Y ya sabe usted que en la Marina la oficialidad es notoriamente de derechas, muchos de ellos aristócratas incluso.

-Es cierto, pero los suboficiales y la marinería son de izquierdas y pueden adueñarse de los barcos en cuanto se lo propongan.

-En todo caso sería como una partida de dados. Es conveniente que se controlen las comunicaciones entre los buques y entre éstos y la centralita de la Marina en la Ciudad Lineal.

-Yo no creo que la sublevación militar alcance sus objetivos, a pesar de lo de Calvo Sotelo. Será otro intento de cuartelazo más.

Azaña pensó que Casares pecaba de optimismo, era cierto que había tomado medidas, aunque procurando no irritar a los mílites,  pero el exceso de confianza podía ser un inconveniente. Tendría que hablar con unos y con otros para la formación del nuevo Gobierno, empezando por Martínez Barrio, que pasaría a ser la pieza clave, aunque tal como estaban las cosas no iba a ser tarea fácil. Pensaba que era necesario un golpe de timón para que la situación social, especialmente el orden público, no se les fuera de las manos y se formara un alud que terminara arrastrándolos y acabara con la República democrática por la que siempre había apostado. Por un momento recordó sus viejos y felices tiempos en los que estuvo al cargo de la sección de Notariado, un puesto importante pero anónimo, aunque tenía la ventaja de que le dejaba bastante tiempo para escribir, oficio en el que se sentía frustrado. Muchos amigos sinceros se lo habían dicho: “escribes bien, pero no tienes lectores”. Él conocía sus limitaciones: no tenía la chispa de Galdós, de Blasco Ibáñez o de don Pío. Su prosa era correcta, pero pecaba de academicismo, no enganchaba a nadie.

Llamaron a la puerta y tras pedir permiso entró uno de los ayudantes del Presidente con un papel, diciendo que era importante. Azaña, una vez que salió el ayudante, leyó el papel durante unos momentos y luego se lo pasó a Casares. El documento era una información urgente procedente de Las Palmas de Gran Canaria, en la que se daba cuenta de que el general Balmes había muerto mientras hacía prácticas de tiro, al parecer se le encasquilló la pistola y la apoyó en el estómago para arreglarla, y entonces esta se disparó y le provocó una herida de la cual había fallecido al poco tiempo. Azaña y Casares se miraron como buscando una explicación. Hubo un largo silencio.

-Esto es muy extraño, Casares. Si es cierto lo que se dice aquí esta muerte no tiene lógica. Balmes fue profesor de tiro en la Academia de Zaragoza, y lo que ha hecho es más propio de un recluta que de un general. No me imagino a Balmes intentando solucionar el encasquillamiento de una pistola apoyándola en el estómago…no, no creo que eso se le ocurra a ningún militar, ni siquiera a un civil.

-¿Entonces?.

-Puede que alguien lo haya asesinado. Pero no sabemos quien.  ¿De que pie cojeaba el difunto?.

-No lo sé bien, creo que alguien me comentó una vez que era simpatizante de la UMRA, aunque por otra parte estuvo a las órdenes de Franco en Zaragoza.

-¿Y bien? Supongo que Franco tendrá que presidir el sepelio, salvo que usted quiera ir en persona.

-Creo que en estos momentos mi deber me obliga a permanecer aquí, no veo práctico asistir a ese entierro. Le ordenaré a Franco que vaya él en mi nombre.

-De todas formas, si se va a sublevar, lo mismo puede hacerlo en Santa Cruz de Tenerife o en Las Palmas. Si, mejor será que vaya él en nombre del Gobierno. Eso le halagará.

Azaña se quedó un momento en silencio, dándole vueltas a los asuntos más acuciantes. Olvidándose de la extraña muerte del general Amado Balmes, pensó en su seguridad y en la del Palacio Nacional.

-Hay otra cosa, Casares. Este Palacio está muy expuesto a un ataque. Es posible que los que van a sublevarse piensen en capturarme aquí, soy el pez más gordo. Es necesario que apoye usted el plan que han elaborado entre el coronel Hernández Sarabia, el comandante Menéndez y el comandante Casado, los tres responsables de la seguridad de este sitio. Creen conveniente reforzar los efectivos e instalar ametralladoras en los tejados, y proteger las ventanas más expuestas con sacos terreros, esto último no me gusta, porque este edificio tiene muchas ventanas y por otra parte la visión de los parapetos puede aumentar la alarma de la población.

-El Gobierno va a hacer suyo el plan de sus militares, don Manuel, y si es necesario aumentará las fuerzas de vigilancia con un par de compañías de Asalto. Y cualquier otra cosa que usted desee será atendida de inmediato –mientras yo sea jefe del Gobierno, pensó.

Manuel Azaña se tranquilizó al escuchar las disposiciones referentes a su seguridad. Pero eran medidas para repeler un ataque débil y descoordinado, una incursión que pudieran hacer desde el cuartel de la Montaña, por ejemplo. Sin embargo, si la sublevación triunfaba en gran parte del país, el Palacio Nacional era un objetivo localizable con facilidad por los aviones, y la mejor solución sería abandonarlo. Y si los rebeldes fracasaban, la reacción de las masas proletarias podría ser otro peligro, muchos querrían implantar un socialismo revolucionario y acabar con el Presidente de la República, que para muchos era el símbolo de la burguesía, aunque fuera una burguesía reformista, a la que las derechas tachaban de jacobina.

-Yo confío en el fracaso de la anunciada sublevación –dijo Casares, volviendo a repetir su cantinela anterior. Los sindicatos son fuertes y no la van a permitir. Declararán la huelga general, obstaculizarán las comunicaciones y muchos soldados desertarán, la mayoría proceden de familias obreras y campesinas.

-Es usted un optimista. El Gobierno que usted preside tiene a mucha gente en contra, no sólo a gran parte del Ejército y de la Marina, sino a muchas regiones y provincias: Castilla la Vieja, León, Santander, gran parte de Aragón, Navarra, tal vez las Baleares, en estos lugares las derechas tienen mayoría y apoyarán incondicionalmente a los que se subleven. Y si las tropas marroquíes consiguen pasar a la Península, los regimientos formados por soldados de reemplazo saldrán en desbandada, eso si no se sublevan también. Largo Caballero habla de crear milicias armadas con gente joven de los sindicatos y partidos de izquierda, porque las considera con más espíritu combativo.

-Ya me lo ha dicho, pero el Gobierno, mientras yo lo presida, no va a repartir armas al pueblo.

-En eso le doy la razón, Casares. Con la gente armada se desatará una ola de violencia, un ajuste de cuentas. Muchos no irán a enfrentarse a los rebeldes, sino que se dedicarán a asesinar a quienes les venga en gana, a los que consideren enemigos: burgueses, curas, votantes de derechas y así. Y por otra parte unas milicias de jóvenes desorganizados serán incapaces de frenar a las tropas africanas si pasan el Estrecho. Además, las armas las tienen en su mayoría los militares ¿se las van a entregar alegremente a los obreros?. Al contrario, eso les irritará y los militares que todavía nos son fieles se unirán a los rebeldes en un importante porcentaje. Repartir armas es institucionalizar una posible guerra civil, y eso lo tenemos que evitar. Sólo sería una posibilidad en una situación extrema y desesperada. El Estado debe responder a la rebelión con los medios que tiene. En fin, veremos como evolucionan las cosas. Una posible alternativa podría ser la mediación de los países extranjeros, aunque se trate de un asunto interno de nuestra España.

-A propósito de esto último, don Manuel, ayer me visitó el embajador de Gran Bretaña, Henry Chilton, y estuvimos charlando de temas triviales, hasta que me propuso la mediación de su país en el posible conflicto que puede estallar de un momento a otro. Yo le agradecí su oferta, pero le dije que era un tema delicado y que de momento no queríamos mediaciones, aunque de paso le manifesté que lo mejor sería que hablara con usted, ya que era posible una crisis gubernamental. Entonces me dijo que me haría caso y que le visitaría para tratar el asunto de manera informal, oficiosa.

Azaña se quedó pensativo un momento. Y a continuación le comentó a Casares Quiroga que algo barruntaba, porque el embajador Chilton había solicitado  verle desde la noche anterior, y él le había dicho que podría pasarse para merendar –o cenar, según se terciase- con él esa misma tarde en el Palacio Nacional.

-Entonces ya sé lo que me va a proponer. Pero creo que no deberíamos rechazar sin más su oferta. Gran Bretaña tiene mucho peso –y muchos intereses en España, no hay que olvidarlo- , y la política de apaciguamiento de Baldwin persigue a toda costa evitar enfrentamientos o conflictos que puedan alterar la paz de Europa. Por eso no hicieron nada cuando Hitler remilitarizó Renania hace unos meses, ellos entendieron que esa región es alemana, y que después de casi veinte años de la conclusión de la guerra europea ya no tenía sentido mantener el agravio. Por otra parte los franceses, que eran los principales interesados, están a la defensiva, algo que todos sabemos, y como los ingleses no dijeron nada ellos se tuvieron que aguantar.

-Yo creo que fue un error de los franceses, que lo único que ha hecho ha sido recrecer a Hitler.

-En todo caso, y volviendo a nuestros problemas, el posible ofrecimiento de Gran Bretaña me parece positivo. Lo que no sabemos es lo que pedirán a cambio.

-Tal vez seguridad para sus inversiones.

-Habrá que dárselas, en realidad siempre la han tenido. Lo que pasa es que en el Frente Popular hay muchos que abogan por nacionalizaciones en gran escala, y a ellos eso les debe preocupar.

-Entonces ¿va a aceptar usted la oferta de mediación de los británicos?.

-¿Y que otro remedio nos queda tal como están las cosas?. Ya le dije antes que también había pensado en ello, aunque mis miradas estaban más puestas en París y en Leon Blum. Esa es otra posibilidad que habrá que barajar.

-Los franceses no harán nada sin permiso de Gran Bretaña. Han perdido la iniciativa en política exterior.

A Azaña le afloró un rictus de cansancio en el rostro. Casares, que le conocía bien, consideró que era el momento de marcharse y dejarle rumiar sus pensamientos. Pensó que quizás ya no volviera a aquel lugar como Jefe del Gobierno, sino como un correligionario distinguido, pero se equivocaba: al día siguiente volvería otra vez, pero aún más abatido.  Se despidió protocolariamente del Presidente. Bajó las escaleras, subió al automóvil y éste franqueó la verja del Palacio. El chófer oficial tuvo que frenar porque había numerosos periodistas esperándole, a duras penas contenidos por los guardias.

Un periodista de El Sol, al que conocía y apreciaba, se asomó por la ventanilla abierta:

-Don Santiago ¿es cierto que los militares se van a levantar?.

-¿A levantar?.

-Bueno, es lo que se rumorea.

-Pues mire usted, si los militares se van a levantar, yo me voy a acostar…en cuanto pueda. Me estoy cayendo de sueño. Y no hagan caso a los rumores. De todo lo que pase, si es que llega a pasar algo, el Gobierno les tendrá informado.

Categorías: Textos Seleccionados

Entradas relacionadas

Textos Seleccionados

Paul Baümer no murió

Paul Baümer fue dado de alta en el hospital de Renania, al que había sido evacuado, a finales de noviembre de 1918, unas dos semanas después de firmarse el armisticio. El hospital estaba situado en Leer más…

Textos Seleccionados

La Marina triunfará (fragmento)

-¿Me pregunta usted si he leído “La Marina Triunfará” que ha escrito ese capullo al que sus compañeros llamaban Fermi?. Pues si, me lo prestó un amigo que me dijo que hablaba de mí. Yo Leer más…

Textos Seleccionados

El intercambio

Desengancharon la locomotora del resto del convoy, y uno de los ferroviarios franceses subió a ella para orientarles hacia el taller, que estaba obviamente en la parte exterior, a unos trescientos metros de la estación. Leer más…