Paul Baümer fue dado de alta en el hospital de Renania, al que había sido evacuado, a finales de noviembre de 1918, unas dos semanas después de firmarse el armisticio. El hospital estaba situado en un barrio lleno de árboles de una ciudad importante. Fuera de sus salas el otoño invadía el mundo de la gente civil, de los no militarizados. Los árboles amarilleaban y aún se escuchaban los trinos de algunos pájaros. Hasta el traqueteante chirrido de los tranvías era un sonido agradable; los tranvías simbolizaban la seguridad y en las trincheras Paul y sus compañeros se acordaban de ellos con afecto. Pero a pesar de las comodidades de que gozaba, cuando le dieron el alta, sin perder un momento se puso en camino hacia Meissen aunque antes se pasó por una oficina de telégrafos para comunicarles a sus padres la noticia y hacerles saber que ignoraba cuanto tiempo podía emplear en el viaje. En el hospital le habían dado algo de comida, pan y salchichón, con la que podría aguantar un par de días. El antaño eficaz sistema de ferrocarriles alemán funcionaba anárquicamente. Había huelgas en bastantes sitios, muchas de ellas de carácter local, y además una gran masa de soldados retornaba en tropel a sus lugares de origen; en muchos de ellos se notaba la dejadez y los estragos de la guerra, mientras que otro conservaban su porte marcial a pesar de sus ropas deshilachadas y su aspecto de suciedad. El ejército alemán se había retirado ordenadamente hasta cruzar el Rhin, luego vino la desbandada. En general el ambiente era de una alegría opaca, estaban alegres por haber sobrevivido al infierno, pero la sensación de haber tenido que claudicar cuando unos meses antes, en primavera, el triunfo definitivo parecía al alcance de la mano, entristecía el ánimo de los más concienciados. Nadie sabía que iba a pasar, sólo que ya no habría tiros. El territorio alemán no había sido invadido por ningún soldado enemigo, aun cuando las fuerzas que podrían contenerlos se estaban deshaciendo como el azúcar en el agua. Muchos consideraban que por lo pronto las regiones de Alsacia y Lorena pasarían de nuevo a Francia y que el país tendría que hacer frente a ciertas indemnizaciones; más compleja era la situación en el Este, donde posiblemente las exageradas ganancias territoriales de Alemania estipuladas en el tratado de Brest-Litovsk tendrían que ser devueltas a Rusia o –como también se decía- a un nuevo estado polaco.
A Paul lo que le preocupaba, aparte de su familia, era el caos que se había adueñado de Alemania. Se alegraba inmensamente del fin de la pesadilla de las trincheras, pero presentía un futuro incierto y complicado. Tenía veinte años en aquel momento pero se sentía mucho mayor. Mirándose en los espejos del hospital había notado su rostro avejentado y alguna cana aflorando entre sus cabellos. Dos años y medio en las trincheras le habían provocado aquel efecto, unido a la pérdida de peso, aunque en realidad siempre había estado delgado, especialmente desde que dio el estirón de la pubertad. Se consideraba con una experiencia vital mayor que la de un hombre de cuarenta años, la guerra le había hecho vivir más de prisa, pensaba que su corazón, de tanto latir apresuradamente en los momentos críticos de los combates o mientras aguantaban el fuego de la artillería o al ver morir a sus camaradas (muchos de su colegio, de su misma clase) había funcionado en aquellos años tan crueles mucho más que lo que le correspondería por su edad, ‘no viviré mucho’, se decía a si mismo, si es que la vida de una persona viene marcada por el número de latidos que su corazón puede dar.
Días después de llegar a su casa en una desangelada y fría mañana, Paul Baümer era incapaz de relatar detalladamente su viaje de regreso, se le había olvidado el número de trenes que cogió, desde vagones de primera con su lujo que parecían fuera de lugar en aquellas condiciones a sucios vagones de mercancías, tampoco se acordaba con precisión de las paradas, de los transbordos en varias estaciones, de haber vagabundeado por las instalaciones ferroviarias y por las calles próximas buscando algo de comida que nadie le vendía, de los cuarteles a los que se llegó para tomar un poco de rancho si es que lo había, porque en algunos sitios la descomposición del orden hacía que la rutina militar se hubiera resquebrajado hasta extremos inconcebibles. Si en aquellos días los aliados hubieran decidido invadir Alemania lo habrían hecho como si fuera un simple paseo militar. Reyes destronados, gobiernos dimitidos, autoridades que nadie había nombrado y cuyas órdenes nadie obedecía fuera de las paredes de los despachos que habían ocupado, todo eso unido a huelgas continuas cuyo origen era desconocido y que en consecuencia, al no tener unos objetivos concretos o ser éstos demasiado utópicos, no se sabía cuando iban a terminar.
Llegó a la estación de Meissen, cruzó el puente sobre el Elba desde el que se divisaban los dos monumentos más característicos de la población, el palacio-fortaleza de Albrechtsburg y la catedral, y se internó en su barrio de siempre, situado en la ribera izquierda. Tras abrazar a sus padres y a sus dos hermanas, lavarse concienzudamente y comer casi en silencio –tenía muchas cosas que contarles, pero no sabía por donde empezar- con su familia unos alimentos frugales aunque cuidadosamente preparados por su madre, a la que encontró casi restablecida de sus dolencias (había tenido un principio de tuberculosis), se acostó en su cama de siempre, en una habitación que guardaba multitud de recuerdos, fotos, postales, libros de texto, agendas, de los que ya apenas se acordaba. Hasta antes de la guerra se pasaba allí muchas horas estudiando y leyendo, aquella habitación era su paraíso secreto, su espacio privado, su intimidad a la que sólo su madre de vez en cuando accedía para limpiarla, en aquel lugar el orden era manifiesto, cada cosa en su sitio, ‘es la habitación de un chico ordenado’, decía su padre con cierta admiración. Sin embargo, ahora no terminaba de recordar donde estaban las cosas, en que cajón se hallaban sus poemas de adolescente ingenuo, había detalles que le parecían infantiles, fuera de lugar, lo achacó al grado de envejecimiento prematuro que padecía. El sueño atrasado de varios días de un viaje de pesadilla pudo sin embargo más que aquella sensación extraña y durmió profundamente más de veinte horas. Despertó bastante descansado y mientras se vestía miraba distraídamente a través de los cristales de su ventana. Era una tarde gris con una ligera llovizna, que le traía inevitablemente a la memoria los días interminables de las trincheras llenas de barro, en las que a veces algunos de sus compañeros cantaban entre algún disparo aislado y el sordo retumbar de los cañones en la lejanía. Echaba a veces de menos el ambiente de aquel lugar, pero comprendía que la guerra era una locura y que al final las cosas habían quedado peor de lo que ya estaban. Recordó que él aún era soldado, no había sido desmovilizado, tendría que volverse a poner el uniforme que su madre con seguridad habría lavado concienzudamente y zurcido los innumerables desperfectos que pese al cuidado que él había puesto se habían ido produciendo inevitablemente.
Bajó para almorzar y se sorprendió al ver que su padre ya estaba en casa. Eso no era habitual en él antes de la guerra ni incluso en los primeros tiempos de ésta. Su padre era propietario de una tienda que había heredado del abuelo en la que vendía un poco de todo: bicicletas, máquinas de coser, objetos de óptica, artilugios domésticos e incluso vajillas y cuberterías. Era obvio que las cosas no debían ir bien, y por eso Paul le preguntó cual era su situación.
-Mala, Paul. La crisis que hay es muy grande y se viene arrastrando desde los dos últimos años, ahora en la tienda sólo estoy yo, junto con un aprendiz de unos dieciséis años que me echa una mano. No hay dinero ni tampoco ganas de gastarlo. Actualmente lo único que vendo son cosas para reparaciones, martillos, puntillas, tornillos, destornilladores, género que antes nunca había trabajado, pero las circunstancias mandan. La fábrica de porcelanas, la más importante de Meissen, apenas trabaja ¿quién se va a comprar una vajilla con lo que está cayendo?.
Antes de la guerra el padre de Paul tenía tres empleados fijos e incluso un pequeño taller de reparaciones en el que el joven colaboraba a veces, porque siempre le habían atraído las cosas mecánicas, era capaz de arreglar los ingeniosos mecanismos de una máquina de coser o ponerle frenos nuevos a una bicicleta. Pero dos de los empleados, movilizados en el último año y medio habían muerto en la guerra y el de más edad se había marchado a trabajar a una fábrica de Dresde donde ganaba más, algo que su padre había visto con alivio porque llegó un momento en que las ventas eran tan escasas que temió no poderle pagar el salario al dependiente. Las hermanas de Paul se habían tenido que poner a trabajar para salvar la situación familiar, Erika era mecanógrafa en las oficinas del ayuntamiento y Angela actuaba como enfermera en el dispensario médico del doctor Rosenheim. Heinrich, el pequeño –doce años- iba obviamente a la escuela, la misma en la que su hermano mayor había estudiado. Paul comprendió que en aquel momento su idea de hacer ingeniería mecánica o eléctrica en Dresde estaba fuera de las posibilidades de su familia. Tampoco se sentía mentalmente preparado para afrontar unos estudios serios. Tendría que esperar o modificar sus expectativas futuras.
Luego, como un desahogo, les estuvo contando a sus familiares lo que le había sucedido en los últimos tiempos, especialmente en los ocho meses transcurridos desde la última vez que estuvo de permiso en su casa. En esta ocasión no escatimó los detalles duros e impactantes del frente, que su madre escuchó sobrecogida, les habló de la vida y la muerte en las trincheras, de los avances y retiradas, de los fragmentos de cuerpos humanos colgados de los árboles o de las manos cortadas asidas a los alambres de espìno, de los gases asfixiantes, de los bombardeos artilleros, del crepitar de las ametralladoras, de las trayectorias siniestras de los morteros, del hambre, de las ratas, de los compañeros idos para siempre, unos sin darse cuenta, otros muertos entre terribles dolores. No pudo contenerse y estuvo llorando largo rato, ‘seguramente he matado a mucha gente, a jóvenes como yo, sólo que eran franceses o británicos, los he matado con las ametralladoras, con las bombas de mano, con la bayoneta, pero no los odiaba, hubiéramos podidos hasta ser amigos si la guerra no nos hubiera lanzado a unos contra otros’. Y maldijo a los políticos, y a las autoridades e incluso a Dios que permitía tales cosas.
-Al menos el infierno ha terminado –dijo Paul cuando se serenó- pero todo lo que hemos pasado ha sido para nada. Por eso hay mucha gente llena de indignación y la marejada ha arrastrado a la antigua clase política. Ahora es la socialdemocracia la que parece controlar la situación.
Luego su padre, Herr Richard, estratega de café en las interminables charlas con sus amigos, también en su mayoría comerciantes o miembros de profesiones liberales, le tranquilizó, le dijo que él, Paul, no era culpable, le recordó a sus compañeros caídos y le dijo que Dios le había dado a los hombres la libertad para decidir su destino. Luego le trazó un cuadro general de la guerra. Para él, el sonoro fracaso de la batalla del Marne, el fallido intento de derrotar rápidamente a los franceses, había sido el factor decisivo. A partir del otoño de 1914 la guerra había estado estratégicamente perdida; era una guerra de desgaste a largo plazo y Alemania se encontraba en inferioridad de condiciones luchando en dos frentes, mientras que los franceses y los ingleses nutrían sus fuerzas con los soldados indígenas reclutados en las colonias. Lógicamente –añadió- aquellas ideas no las había expuesto en público, le habrían acusado de derrotista, pero ahora las podía manifestar. Paul se limitaba a asentir, en realidad su padre tenía más conocimientos generales de la guerra que él, que siempre había estado confinado en un sector concreto y en el mismo regimiento, con avances y retrocesos de pocos kilómetros. Para su padre la guerra eran alfileritos de colores pinchados en el mapa de Europa que tenía desplegado desde que comenzó la lucha encima de la mesa de roble de su despacho, pero para él, para un soldado de infantería, la guerra era en cambio dolor, muerte, amputaciones, gritos, miedo, insomnio/sueño, hambre, cansancio, desesperanza, había visto desaparecer a buena parte de su generación, de sus compañeros de la adolescencia, y al final se encontraba derrotado personal y colectivamente. Todos los de su clase del colegio que se afiliaron siguiendo los consejos del profesor Kantorek habían muerto, todos menos él, Paul Baümer, el muchacho inocente y tímido, que ahora se veía con las manos llenas de sangre.
Después Paul le dijo a sus padres que tenía que presentarse en el cuartel de su regimiento de Dresde, porque todavía era soldado en activo, ‘iré pasado mañana, no creo que a nadie le importe el retraso, en realidad en las circunstancias de derrota y caos en que se halla sumido el país hay millones de soldados moviéndose a través de toda Alemania de regreso a sus hogares’.